viernes, 8 de julio de 2011

-En Europa crece la brujería y la magia


LA BRUJERÍA SE EXTIENDE POR EUROPA
Las prácticas de santería, brujería y espiritismo cotizan hoy al alza en los países de Occidente. Los sucesores de aquellos brujos hacen su agosto económico entre Europa y América. Y es que las prácticas de santería, ouija, brujería y espiritismo, lejos de estar perseguidas cotizan hoy al alza en los países de occidente. De hecho, cada vez son más los expertos que alertan del auge este tipo de prácticas en países como Holanda, Inglaterra o España.

Tanto es así que incluso dos tribunales holandeses han dictaminado recientemente que los costes de un «curso de brujería» pueden ofrecer desgravaciones fiscales a quienes lo reciben, e incluso recibir subvenciones. Y no son baratas estas lecciones para aprendices de brujo. Según recoge la agencia Zenit, uno de estos talleres de fin de semana cuesta casi 170 euros. En la «Granja de Brujas» de Margarita Rongen, situada en la frontera con Alemania, un «master» en nigromancia cuesta casi 2.200 euros. Algo que no ha espantado al centenar de alumnos que se han matriculado en los últimos años, ansiosos por realizar rituales prohibidos.

Neopaganismo y curanderos
También en Inglaterra está de moda el paganismo. En la prisión de Kingston se ha consentido la presencia de un sacerdote pagano para dar consejos a tres presos. Y en el resto de centros penitenciarios británicos, se permite a todos los reclusos miembros de estos grupos, que posean una vestimenta sin capucha, incienso y joyas de simbología religiosa.
En todo caso, la brujería y el ocultismo están, sobre todo, fuera de las cárceles. Si en 1999 se estimaba la presencia de unos 200.000 paganos en EE UU, ahora se baraja la cifra de 800.000. Aunque por su tendencia al anonimato es casi imposible saber el número exacto, los últimos estudios confirman un gran aumento de las ciencias ocultas. ¿Y quién acude a ellas? Como señala la escritora y periodista Catherine Sanders en «El encanto de la ouija», el perfil de estos neopaganos es el de una mujer joven, feminista, ecologista radical y con aprecio por el boato de las ceremonias rituales. La mujer como «cuna de la vida», defender la naturaleza por estar llena de pequeños «diosecillos» y el morbo por lo prohibido son, según Sanders, estandartes de los aficionados a la brujería. Eso sí, no hay un canon único para estos imitadores de Harry Potter.

Magia negra
Junto a paganos y espiritistas, son los santeros africanos quienes se benefician del ocultismo europeo. Llegados con la inmigración, los «chamanes» florecen en París, Ámsterdam o Madrid. Ingieren sustancias alucinógenas, sacrifican animales y, por un módico precio, curan dolencias, males de ojo o arremeten contra los enemigos del cliente. Abultadas sumas que suelen ir a las arcas de mafias organizadas. En Madrid es fácil encontrar pasquines con publicidad de «chamanes» como el «Maestro Karan» o el «Profesor Darame». Utilizan idénticos textos, formatos, colores y promesas, pero remiten a personas, direcciones y teléfonos distintos. Alquilan pisos por unos días y emplazan a los clientes a pagar por adelantado. Luego abandonan el país. Prácticas ocultistas que ocultan realidades oscuras.

-Transmitir la fe a los jóvenes: un desafio


Benedicto XVI: El desafío, transmitir la fe a las nuevas generaciones
El desafío que ahora se plantea a la Iglesia, en particular en los países de antiguas raíces cristianas, consiste en mostrar la belleza del cristianismo a quienes hoy lo consideran más bien como un obstáculo para alcanzar la felicidad, considera Benedicto XVI.
Por este motivo, el pontífice explicó en la tarde de este lunes, al participar en el congreso eclesial de la diócesis de Roma, que la cercanía a los que se han alejado de la fe de la Iglesia se ha convertido en algo “más urgente que nunca”.
Hablando en una basílica de San Juan de Letrán llena hasta los topes, el pontífice explicó que la Iglesia necesita lanzar “una nueva evangelización dirigida a quienes, a pesar de que ya han escuchado hablar de la fe, han dejado de apreciar la belleza del cristianismo, es más, en ocasiones lo consideran incluso como un obstáculo para alcanzar la felicidad”.
Por eso, explicó que hoy la Iglesia debe dejar este mensaje: “La felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis el derecho de experimentar tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, escondido en la Eucaristía”.
“De por sí, la fe no se conserva en el mundo, no se transmite automáticamente al corazón del hombre, sino que debe ser siempre anunciada. El anuncio de la fe, a su vez, para que sea eficaz debe comenzar por un corazón que cree, que espera, que ama, un corazón que adora a Cristo y cree en la fuerza del Espíritu Santo”, indicó.
Según constató, “los hombres se olvidan de Dios también porque con frecuencia se reduce la persona de Jesús a un hombre sabio y se debilita o incluso se niega la divinidad”. “Esta manera de pensar impide comprender la novedad radical del cristianismo, pues si Jesús no es el Hijo único del Padre, entonces tampoco Dios ha venido a visitar la historia del hombre. Por el contrario, ¡la encarnación forma parte del corazón mismo del Evangelio!”, afirmó.
Por tanto, alentó “el compromiso por una renovada estación de evangelización, que no es sólo tarea de algunos, sino de todos los miembros de la Iglesia. En esta hora de la historia, ¿no es quizá ésta la misión que el Señor nos encomienda: anunciar la novedad del Evangelio, como Pedro y Pablo, cuando llegaron a nuestra ciudad?”, preguntó a los presentes, párrocos, catequistas, miembros de los consejos parroquiales..., de la ciudad eterna.
“Hay adultos que no han recibido el Bautismo, o que se han alejado de la fe de la Iglesia. Es una atención hoy más urgente que nunca, que pide comprometernos con confianza, apoyados por la certeza de que la gracia de Dios siempre actúa en el corazón del hombre”, indicó, explicando que por este motivo bautiza cada año a jóvenes y adultos en la Vigilia Pascual.
Dice el Papa:
….”El tema de esta nueva etapa de evaluación pastoral, “La alegría de engendrar en la fe de la Iglesia de Roma – La iniciación cristiana”, está relacionado con el camino ya recorrido. De hecho, desde hace ya muchos años nuestra diócesis está comprometida en la reflexión sobre la transmisión de la fe. Recuerdo que, precisamente en esta basílica, en una intervención durante el Sínodo Romano, cité unas palabras que me había escrito Hans Urs von Balthasar:“La fe no debe ser presupuesta sino propuesta”. Así es. De por sí, la fe no se conserva en el mundo, no se transmite automáticamente al corazón del hombre, sino que debe ser siempre anunciada. El anuncio de la fe, a su vez, para que sea eficaz debe comenzar por un corazón que cree, que espera, que ama, un corazón que adora a Cristo y cree en la fuerza del Espíritu Santo. Así sucedió desde el inicio, como nos recuerda el episodio bíblico escogido para iluminar esta evaluación pastoral. Está tomado del segundo capítulo de los Hechos de los Apóstoles, en el que san Lucas, nada más haber narrado el acontecimiento de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, refiere el primer discurso que san Pedro dirigió a todos. La profesión de fe al final del discurso --“Ese Jesús que vosotros crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Mesías” (Hechos 2, 36)-- es el gozoso anuncio que la Iglesia no deja de repetir desde hace siglos a cada hombre.
Ante aquel anuncio todos “se conmovieron profundamente”. Esta reacción fue causada ciertamente por la gracia de Dios: todos comprendieron que esa proclamación realizaba las promesas y provocaba en cada uno el deseo de la conversión y del perdón de los propios pecados. Las palabras de Pedro no se limitaban al anuncio de hechos, sino que mostraban su significado, poniendo en relación la vicisitud de Jesús con las promesas de Dios, con las expectativas de Israel y, por tanto, con las de cada hombre. La gente de Jerusalén comprendió que la resurrección de Jesús era capaz de iluminar la existencia humana. De hecho, de este acontecimiento nació una nueva comprensión de la dignidad del hombre y de su destino eterno, de la relación entre el hombre y la mujer, del significado último del dolor, del compromiso en la construcción de la sociedad. La respuesta de la fe nace cuando el hombre descubre, por gracia de Dios, que creer significa encontrar la verdadera vida, la “vida en plenitud”. Uno de los grandes padres de la Iglesia, san Hilario de Poitiers, escribió que se convirtió en creyente cuando comprendió, al escuchar en el Evangelio, que para alcanzar una vida verdaderamente feliz eran insuficientes tanto las posesiones, como el tranquilo disfrute de los bienes y que había algo más importante y precioso: el conocimiento de la verdad y la plenitud del amor entregados por Cristo.
Queridos amigos: la Iglesia, cada uno de nosotros, tiene que llevar al mundo esta gozosa noticia: Jesús es el Señor, Aquel en el que se han hecho carne la cercanía y el amor de Dios por cada hombre y mujer y por toda la humanidad. Este anuncio tiene que resonar de nuevo en las regiones de antigua y tradición cristiana..El beato Juan Pablo II habló de la necesidad de una nueva evangelización dirigida a quienes, a pesar de que ya han escuchado hablar de la fe, han dejado de apreciar la belleza del cristianismo, es más, en ocasiones lo consideran incluso como un obstáculo para alcanzar la felicidad. Por este motivo, deseo repetir lo que les dije a los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia: “La felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis el derecho de experimentar tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, escondido en la Eucaristía”.
Los hombres se olvidan de Dios también porque con frecuencia se reduce la persona de Jesús a un hombre sabio y se debilita o incluso se niega la divinidad. Esta manera de pensar impide comprender la novedad radical del cristianismo, pues si Jesús no es el Hijo único del Padre, entonces tampoco Dios ha venido a visitar la historia del hombre. Por el contrario, ¡la encarnación forma parte del corazón mismo del Evangelio! Que crezca, por tanto, el compromiso por una renovada estación de evangelización, que no es sólo tarea de algunos, sino de todos los miembros de la Iglesia. En esta hora de la historia, ¿no es quizá ésta la misión que el Señor nos encomienda: anunciar la novedad del Evangelio, como Pedro y Pablo, cuando llegaron a nuestra ciudad? Hay muchas personas que todavía no han encontrado al Señor: hay que ofrecerles una atención pastoral especial. Junto a los niños y los muchachos de familias cristianas que piden recorrer los itinerarios de iniciación cristiana, hay adultos que no han recibido el Bautismo, o que se han alejado de la fe de la Iglesia. Es una atención hoy más urgente que nunca, que pide comprometernos con confianza, apoyados por la certeza de que la gracia de Dios siempre actúa en el corazón del hombre. Yo mismo he tenido la alegría de bautizar cada año, durante la Vigilia Pascual, a algunos jóvenes y adultos.
Pero, ¿quién es el mensajero de este alegre anuncio? Seguramente cada bautizado. Sobre todo los padres, quienes tienen la tarea de pedir el Bautismo para sus propios hijos. ¡Qué grande es este don que la liturgia llama “puerta de nuestra salvación, inicio de la vida en Cristo, fuente de la nueva humanidad”. Todos los padres están llamados a cooperar con Dios en la transmisión del don inestimable de la vida, pero también a dar a conocer a Aquel que es la Vida. Queridos padres, la Iglesia como madre cariñosa trata de apoyaros en esta tarea fundamental. Desde que son pequeños, los niños tienen necesidad de Dios y tienen la capacidad de percibir su grandeza; saben apreciar el valor de la oración y de los ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal. Acompañadles, por tanto, en la fe, desde la edad más tierna.
Y, ¿cómo es posible cultivar después la semilla de la vida eterna según el niño va creciendo? San Cipriano nos recuerda: “Nadie puede tener a Dios por Padre, sino tiene a la Iglesia por Madre”. Desde siempre la comunidad cristiana ha acompañado la formación de los niños y de los muchachos, ayudándoles no sólo a comprender con la inteligencia las verdades de la fe, sino también viviendo experiencias de oración, de caridad y de fraternidad. La palabra de la fe corre el riesgo de quedarse muda, si no encuentra una comunidad que la lleva a la práctica, haciéndola viva y atrayente. Todavía hoy las parroquias, los campamentos de verano, las pequeñas y grandes experiencias de servicio son una preciosa ayuda para los adolescentes que recorren el camino de la iniciación cristiana para madurar un compromiso de vida coherente. Aliento por tanto a recorrer este camino que permite descubrir el Evangelio como la plenitud de la existencia y no como una teoría. Todo esto debe proponerse en particular a quienes se preparan a recibir el sacramento de la Confirmación para que el don del Espíritu Santo confirme la alegría de haber sido engendrados hijos de Dios. Os invito por tanto a dedicaros con pasión al redescubrimiento de este sacramento para que quien ya está bautizado pueda recibir como don de Dios el sello de la fe y se convierta plenamente en testigo de Cristo.
Para que todo esto sea eficaz y dé fruto es necesario que el conocimiento de Jesús crezca y se prolongue más allá de la celebración de los sacramentos. Esta es la tarea de la catequesis, como recordaba el beato Juan Pablo II: “La peculiaridad de la catequesis, distinta del anuncio primero del Evangelio que ha suscitado la conversión, persigue el doble objetivo de hacer madurar la fe inicial y de educar al verdadero discípulo por medio de un conocimiento más profundo y sistemático de la persona y del mensaje de Nuestro Señor Jesucristo. La catequesis es acción eclesial y por tanto es necesario que los catequistas enseñen y den testimonio de la fe de la Iglesia y no su interpretación. Precisamente por este motivo fue redactado el Catecismo de la Iglesia Católica, que esta tarde vuelvo a entregar espiritualmente a todos vosotros para que la Iglesia de Roma pueda comprometerse con renovada alegría en la educación de la fe. La estructura del Catecismo deriva de la experiencia del catecumenado de la Iglesia de los primeros siglos y retoma los elementos fundamentales que hacen de una persona un cristiano: la fe, los sacramentos, los mandamientos, el Padrenuestro.
Para ello es necesario educar en el silencio y la interioridad. Confío que en las parroquias de Roma los itinerarios de iniciación cristiana eduquen en la oración para que penetre en la vida y ayude a encontrar la Verdad que habita nuestro corazón. La fidelidad a la fe de la Iglesia, además, debe conjugarse con una “creatividad catequística” que tenga en cuenta el contexto, la cultura y la edad de los destinatarios. El patrimonio de historia y de arte que custodia Roma es un camino ulterior para acercar a las personas a la fe. Invito a todos a recurrir a las riquezas de este “camino de la belleza”, que lleva a Aquel que es, según san Agustín, la Belleza tan antigua y siempre nueva.
Queridos hermanos y hermanas: deseo daros las gracias por vuestro generoso y precioso servicio en esta fascinante obra de evangelización y de catequesis. ¡No tengáis miedo de comprometeros por el Evangelio! A pesar de las dificultades que encontráis para conciliar las exigencias familiares y laborales con las de las comunidades en las que desempeñáis vuestra misión, confiad siempre en la ayuda de la Virgen María, Estrella de la Evangelización. El beato Juan Pablo II, que hasta el final se entregó para anunciar el Evangelio en nuestra ciudad y amó con particular afecto a los jóvenes, intercede también por nosotros ante el Padre. Asegurándoos mi constante oración, imparto a todos la Bendición Apostólica.

-Dios ama al hombre, no obstante su pecado

 Redescubrir el Amor en Dios
La revelación del amor de Dios sucede después de un gravísimo pecado del pueblo. Apenas se ha concluido el pacto de alianza en el monte Sinaí, el pueblo ya falta a la fidelidad a Dios. La ausencia de Moisés se prolonga y el pueblo pide a Aarón que haga un Dios que sea visible, accesible, maniobrable, a la medida del hombre. Aaron consiente, y prepara el becerro de oro. Descendiendo del Sinaí, Moisés ve lo que ha sucedido y rompe las tablas de la alianza, dos piedras sobre las que estaban escritas las "Diez Palabras", el contenido concreto del pacto con Dios. Todo parece perdido, la amistad rota. Sin embargo, no obstante este gravísimo pecado del pueblo, Dios, por la intercesión de Moisés, decide perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte par recibir de nuevo su ley, los diez Mandamientos. Moisés pide ahora a Dios que se revele, que le haga ver su rostro. Pero Dios no muestra el rostro, revela mas bien estar lleno de bondad con estas palabras: "El Señor, Dios misericordioso y piadoso, lento a la cólera y rico en amor y fidelidad" (Ex 34,8). Esta auto definición de Dios manifiesta su amor misericordioso: un amor que vence el pecado, lo cubre, lo elimina. No puede hacernos revelación mas clara. Nosotros tenemos un Dios que renuncia a destruir al pecador y que quiere manifestar su amor todavía de manera más profunda y sorprendente propiamente frente al pecador para ofrecer siempre la posibilidad de la conversión y del perdón.
En el mundo hay mal, egoísmo, maldad y Dios podría venir para juzgar al mundo, para destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En cambio Él muestra que ama al mundo, que ama al hombre, no obstante su pecado, y envía lo más precioso que tiene: su Hijo unigénito. Y no sólo Lo envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que ha nacido para nosotros, que ha vivido para nosotros, que ha curado a los enfermos, perdonado los pecados, recibido a todos. Respondiendo al amor que viene del Padre, el Hijo ha dado su misma vida por nosotros: sobre la cruz el amor misericordioso de Dios alcanza el culmen. Y es sobre la cruz que el Hijo de Dios nos obtiene la participación la vida eterna, que nos viene comunicada con el don del Espíritu Santo. Así en el misterio de la cruz están presentes las tres Personas divinas: el Padre, que dona a su Hijo unigénito para la salvación del mundo; el Hijo, que cumple hasta el fondo el designio del Padre; el Espíritu Santo -infundido por Jesús en el momento de la muerte- que viene a hacernos participes de la vida divina, a transformar nuestra existencia, para que sea animada por el amor divino.
También aquí de hecho, como en otros lugares, no faltan dificultades y obstáculos, debido sobre todo a modelos hedonísticos que ofuscan la mente y amenazan con anular toda moralidad. Se ha insinuado la tentación de considerar que la riqueza del hombre no es la fe, sino su poder personal y social, su inteligencia, su cultura y su capacidad de manipulación científica, tecnológica y social de la realidad. Así, también en esta tierra, se ha empezado a sustituir la fe y los valores cristianos por presuntas riquezas, que se revelan, al final, inconsistentes e incapaces de sostener la gran promesa de lo verdadero, del bien, de lo bello y justo que por siglos sus mayores han identificado con la experiencia de la fe. No van olvidadas las crisis de no pocas familias, agravada por la difusa fragilidad psicológica y espiritual de los cónyuges, como también la fatiga experimentada por muchos educadores en el obtener continuidad formativa en los jóvenes, condicionados por múltiples precariedades, la primera entre todas aquella del rol social y de la posibilidad de trabajo.

Hoy quisiera recordar el célebre episodio en el que el Señor estaba en camino y uno – un joven – corrió a su encuentro y, arrodillándose, le planteó esta pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?" (Mc 10,17). Nosotros hoy quizás no lo diríamos así, pero el sentido de la pregunta es precisamente: qué tengo que hacer, cómo debo vivir para vivir realmente, para encontrar la vida. Por tanto, dentro de este interrogante podemos ver contenida la amplia y variada experiencia humana que se abre en busca del significado, del sentido profundo de la vida: cómo vivir, para qué vivir. La “vida eterna”, de hecho, a la que hace referencia ese joven del Evangelio no indica solamente la vida después de la muerte, no quiere sólo saber cómo llegar al cielo. Quiere saber: cómo debo vivir ahora para tener ya la vida que después podrá ser eterna. Por tanto en esta pregunta este joven manifiesta la exigencia de que la existencia cotidiana encuentre sentido, encuentre plenitud, encuentre verdad. El hombre no puede vivir sin esta búsqueda de la verdad sobre sí mismo – qué soy, para qué debo vivir – verdad que empuje a abrir el horizonte y a ir más allá de lo material, no para huir de la realidad, sino para vivirla de modo aún más verdadero, más rico de sentido y de esperanza, y no sólo en la superficialidad. Y creo que ésta – y lo he visto y oído en las palabras de vuestro amigo – es también vuestra experiencia. Los grandes interrogantes que llevamos dentro de nosotros permanecen siempre, renacen siempre: ¿quienes somos?, ¿de dónde venimos? ¿para qué vivimos? Y estas preguntas son el signo más alto de la trascendencia del ser humano y de la capacidad que tenemos de no quedarnos en la superficie de las cosas. Y es precisamente mirándonos a nosotros mismos con verdad, con sinceridad y con valor como intuimos la belleza, pero también la precariedad de la vida, y sentimos una insatisfacción, una inquietud que nada concreto consigue llenar. Al final, todas las promesas se muestran a menudo insuficientes.

Queridos amigos, os invito a tomas conciencia de esta sana y positiva inquietud, a no tener miedo de plantearos las preguntas fundamentales sobre el sentido y el valor de la vida. No os quedéis en las respuestas parciales, inmediatas, ciertamente más fáciles en el momento y más cómodas, que pueden dar algún momento de felicidad, de exaltación, de ebriedad, pero que no dan la verdadera alegría de vivir, la que nace de quien construye – como dice Jesús – no sobre la arena sino sobre la sólida roca. Aprended entonces a reflexionar, a leer de modo no superficial, sino en profundidad vuestra experiencia humana: ¡descubriréis, con sorpresa y con alegría, que vuestro corazón es una ventana abierta al infinito! Esta es la grandeza del hombre y también su dificultad. Una de las ilusiones producidas en el curso de la historia es la de pensar que el progreso técnico-científico, de modo absoluto, habría podido dar respuestas y soluciones a todos los problemas de la humanidad. Y vemos que no es así. En realidad, aunque eso hubiese sido posible, nada ni nadie habría podido borrar las preguntas más profundas sobre el significado de la vida y de la muerte, sobre el significado del sufrimiento, de todo, porque estas preguntas están inscritas en el alma humana, en nuestro corazón, y sobrepasan la esfera de las necesidades. El hombre, también en la era del progreso científico y tecnológico – que nos ha dado tanto – sigue siendo un ser que desea más, más que la comodidad y el bienestar, sigue siendo un ser abierto a la verdad entera de la existencia, que no puede detenerse en las cosas materiales, sino que se abre a un horizonte mucho más amplio. Todo esto vosotros lo experimentáis continuamente cada vez que os preguntáis: ¿pero por qué? Cuando contempláis un ocaso, o una música mueve en vosotros el corazón y la mente; cuando experimentáis qué significa amar de verdad; cuando sentís fuertemente el sentido de la justicia y de la verdad, y cuando sentís también la falta de justicia, de verdad y de felicidad.

Queridos jóvenes, la experiencia humana es una realidad que nos une a todos, pero a ésta se pueden dar diversos niveles de significado. Y es aquí donde se decide de qué forma orientar la propia vida y se elige a quién confiarla, a quién confiarse. El riesgo es siempre el de permanecer prisioneros en el mundo de las cosas, de lo inmediato, de lo relativo, de lo útil, perdiendo la sensibilidad por lo que se refiere a nuestra dimensión espiritual. No se trata en absoluto de despreciar el uso de la razón o de rechazar el progreso científico, al contrario; se trata más bien de comprender que cada uno de nosotros no está hecho sólo de una dimensión "horizontal", sino que comprende también la "vertical". Los datos científicos y los instrumentos tecnológicos no pueden sustituir al mundo de la vida, a los horizontes del significado y de la libertad, a la riqueza de las relaciones de amistad y de amor.

Queridos jóvenes, es precisamente en la apertura a la verdad entera de nosotros, de nosotros mismos y del mundo donde advertimos la iniciativa de Dios hacia nosotros. Él sale al encuentro de cada hombre y le hace conocer el misterio de su amor. En el Señor Jesús, que murió por nosotros y nos ha dado el Espíritu Santo, hemos sido hechos incluso partícipes de la vida misma de Dios, pertenecemos a la familia de Dios. En Él, en Cristo, podéis encontrar las respuestas a las preguntas que acompañan vuestro camino, no de modo superficial, fácil, sino caminando con Jesús, viviendo con Jesús. El encuentro con Cristo no se resuelve en la adhesión a una doctrina, a una filosofía, sino que lo que Él os propone es compartir su misma vida, y así aprender a vivir, aprender qué es el hombre, qué soy yo. A ese joven, que le había preguntado qué hacer para entrar en la vida eterna, es decir, para vivir de verdad, Jesús le responde, invitándolo a separarse de sus bienes y añade: "¡Ven! ¡Sígueme!" (Mc 10,21). La palabra de Cristo muestra que vuestra vida encuentra significado en el misterio de Dios, que es Amor: un Amor exigente, profundo, que va más allá de la superficialidad. ¿Qué sería de vuestra vida sin ese amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el final de los tiempos, cuando llevará a cumplimiento su proyecto de salvación. En el Señor Resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza. Cristo mismo, que descendió a las profundidades de la muerte y está resucitado, es la esperanza en persona, es la Palabra definitiva pronunciada sobre nuestra historia, es una palabra positiva.

No temáis afrontar las situaciones difíciles, los momentos de crisis, las pruebas de la vida, porque el Señor os acompaña, está con vosotros. Os animo a crecer en la amistad con Él a través de la lectura frecuente del Evangelio y de toda la Sagrada Escritura, la participación fiel en la Eucaristía como encuentro personal con Cristo, el compromiso dentro de la comunidad eclesial, el camino con un guía espiritual válido. Transformados por el Espíritu Santo podréis experimentar la auténtica libertad, que es tal cuando está orientada al bien. De este modo vuestra vida, animada por una continua búsqueda del rostro del Señor y por la voluntad sincera de donaros a vosotros mismos, será para muchos coetáneos vuestros un signo, una llamada elocuente a hacer que el deseo de plenitud que está en todos nosotros se realice finalmente en el encuentro con el Señor Jesús. ¡Dejad que el misterio de Cristo ilumine toda vuestra persona! Entonces podréis llevar en los diversos ambientes esa novedad que puede cambiar las relaciones, las instituciones, las estructuras para construir un mundo más justo y solidario, animado por la búsqueda del bien común. ¡No cedáis a lógicas individualistas y egoístas! Que os conforte el testimonio de tantos jóvenes que han llegado a la meta de la santidad: pensad en santa Teresa del Niño Jesús, santo Domingo Savio, santa Maria Goretti, el beato Pier Giorgio Frassati, el beato Alberto Marvelli – que es de esta tierra – y tantos otros, desconocidos para nosotros, pero que vivieron su tiempo en la luz y en la fuerza del Evangelio y que encontraron la respuesta: cómo vivir, qué tengo que hacer para vivir.

Como conclusión de este encuentro, quiero confiar a cada uno de vosotros a la Virgen María, Madre de la Iglesia. Que como ella, podáis pronunciar y renovar vuestro “sí” y proclamar siempre la grandeza del Señor con vuestra vida, porque Él os da palabras de vida eterna. Ánimo entonces, queridos y queridas, en vuestro camino de fe y de vida cristiana también yo estoy siempre cerca de vosotros y os acompaño con mi Bendición. Benedicto XVI

-la Eucaristía, antídoto contra el individualismo


la Eucaristía, antídoto contra el individualismo . Sin la Eucaristía la Iglesia no existiría
Sin la Eucaristía la Iglesia no existiría. La Eucaristía, de hecho, es la que hace de una comunidad humana un misterio de comunión capaz de llevar a Dios al mundo y el mundo a Dios. El Espíritu Santo que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, también transforma a los que lo reciben con fe en miembros del cuerpo de Cristo, de modo que la Iglesia es realmente sacramento de unidad de los seres humanos con Dios y entre ellos".
  "En una cultura cada vez más individualista, como es la de la sociedad occidental que tiende a difundirse en todo el mundo, la Eucaristía constituye una especie de "antídoto" que actúa en la mente y el corazón de los creyentes, sembrando sin cesar la lógica de la comunión, del servicio, de la división, en resumen, la lógica del Evangelio", explicó el pontífice. "Los primeros cristianos en Jerusalén eran signo evidente de este nuevo estilo de vida porque vivían en fraternidad y ponían en común sus bienes, para que ninguno fuera indigente. (...) Y en las generaciones siguientes, a través de los siglos, la Iglesia, a pesar de los límites y errores humanos, ha seguido siendo en el mundo una fuerza de comunión. Pensamos sobre todo en los períodos de prueba más difíciles. Por ejemplo, en lo que significaba para los países sometidos a regímenes totalitarios la posibilidad de encontrarse en la misa dominical. (...) También el vacío producido por la falsa libertad puede ser igualmente peligroso y, entonces, la comunión con el cuerpo de Cristo es fármaco de la inteligencia y de la voluntad para reencontrar el gusto de la verdad y el bien común".
 Benedicto XVI

-Si Dios desaparece, vienen las idolatrias


La oración de Elías y el fuego de Dios
¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo está en cuestión la prioridad del primer mandamiento; adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y como muestran también diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; le esclavizan. Segundo, el objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios, y así, de vivir según Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que también es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de Dios: el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí. La verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazón. Y así realmente vivos por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad
En la historia religiosa del antiguo Israel, tuvieron gran relevancia los profetas con sus enseñanzas y su predicación. Entre ellos surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversión. Su nombre significa “el Señor es mi Dios” y de acuerdo con este nombre se desarrolla toda su vida, consagrada totalmente a provocar en el pueblo el reconocimiento del Señor como único Dios. De Elías el Eclesiástico dice ”Después surgió como un fuego el profeta Elías, su palabra quemaba como una antorcha” (Eclo 48,1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios. En su ministerio, Elías reza: invoca al Señor para que devuelva a la vida al hijo de una viuda que le había hospedado (1Re 17,17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (1Re 19,1-4), pero se sobre todo en el monte Carmelo donde se muestra todo su poder de intercesor, cuando ante todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta el corazón del pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de los Reyes, en el que hoy nos detendremos.
Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en el que Israel se había creado una situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y a las bestias. Aún pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la continua tentación del creyente, figurándose poder “servir a dos señores” (cfr Mt 6,24; Lc 16,13), y de facilitar los caminos inescrutables de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por hombres.
Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud, Elías hace reunir al pueblo de Israel en el monte Carmelo y le pone ante la necesidad de hacer una elección: “Si el Señor es Dios, seguidle; si es Baal, seguidle a él” (1Re 18, 21). Y el profeta, portador del amor de Dios, no deja sola a su gente ante esta elección, sino que la ayuda indicando el signo que revelará la verdad: tanto él como los profetas de Baal prepararán un sacrificio y rezarán, y el verdadero Dios se manifestará respondiendo con el fuego que consumirá la ofrenda. Comienza así la confrontación entre el profeta Elías y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que no puede hacer nada, ni para bien ni para mal (Jr 10,5). Y comienza también la confrontación entre dos formas completamente distintas de dirigirse a Dios y de rezar.
Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan, saltan, entran en un estado de exaltación llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, “con espadas y lanzas, hasta estar cubiertos de sangre” (1Re 18,28). Hacen recurso a sí mismos para interpelar a su dios, confiando en sus propias capacidades para provocar su respuesta. Se revela así la realidad engañosa del ídolo: éste está pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el círculo exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y el engaño es tal que, adorando al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas de Baal llegan hasta hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en un gesto dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo de vida de su dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de muerte.
Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica. El objetivo del desafío dirigido por él a los profetas de Baal era el de volver a llevar a Dios al pueblo que se había extraviado siguiendo a los ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, convirtiéndose en partícipe y protagonista de su oración y de cuanto está sucediendo. Después el profeta erige un altar, utilizando, como recita el texto, “doce piedras, conforme al número de los hijos de Jacob, a quien el Señor había dirigido su palabra, diciéndole: Te llamarás Israel” (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la memoria tangible de la historia de elección, de predilección y de salvación de que el pueblo ha sido objeto. El gesto litúrgico de Elías tiene una repercusión decisiva; el altar es el lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediación del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte en "altar", lugar de ofrenda y de sacrificio.
Pero es necesario que el símbolo se convierta en realidad, que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su propia identidad de pueblo del Señor. Por ello Elías pide a Dios que se manifieste, y esas doce piedras que debían recordar a Israel su verdad sirven también para recordar al Señor su fidelidad, a la que el profeta apela en la oración. Las palabras de su invocación son densas en significado y en fe: “¡Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel! Que hoy se sepa que tú eres Dios en Israel, que yo soy tu servidor y que por orden tuya hice todas estas cosas. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón” (vv. 36-37; Gen 32, 36-37). Elías se dirige al Señor llamándole Dios de los Padres, haciendo así memoria implícita de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza que unió indisolublemente al Señor y a su pueblo. La implicación de Dios en la historia de los hombres es tal, que su Nombre está ya inseparablemente unido al de los Patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta llamado por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. El título divino pronunciado por Elías parece de hecho un poco sorprendente. En lugar de usar la fórmula habitual, “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, utiliza un apelativo menos común: “Dios de Abraham, de Isaac y de Israel”. La sustitución del nombre “Jacob” con “Israel” evoca la lucha de Jacob en el vado del Yaboq, con el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia explícita (Gen 32,31) y del que hablé en una de las catequesis pasadas. Esta sustitución adquiere un significado más dentro de la invocación de Elías. El profeta está rezando por el pueblo del reino del Norte, que se llamaba precisamente Israel, distinto de Judá, que indicaba el reino del Sur. Y ahora, este pueblo, que parece haber olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, se siente llamar por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios del pueblo: “Señor, Dios […] de Israel, que se sepa hoy que tu eres Dios en Israel”.
El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su propia verdad, y el profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste y que Él intervenga para convertir a Israel, apartándolo del engaño de la idolatría y llevándolo así a la salvación. Su petición es que el pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quien es verdaderamente su Dios, y haga la elección decisiva de seguirle sólo a Él, el verdadero Dios. Porque sólo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de ponerle junto a otros dioses, que Le negarían como absoluto, relativizándole. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el bien conocido texto del Shema‘ Israel: “ Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt6,4-5). Al absoluto de Dios, el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y es precisamente para el corazón de su pueblo que el profeta con su oración está implorando conversión: “que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón” (1Re 18,37). Elías, con su intercesión, pide a Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse en toda su misericordia, fiel a su propia realidad de Señor de la vida que perdona, convierte, transforma.
Y esto es lo que sucede: “cayó el fuego del Señor: Abrasó el holocausto, la leña, las piedras y la tierra, y secó el agua de la zanja. Al ver esto, todo el pueblo cayó con el rostro en tierra y dijo: '¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!'” (vv. 38-39). El fuego este elemento a la vez necesario y terrible, ligado a las manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del Sinaí, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a la oración y se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a las invocaciones de sus profetas; el Señor en cambio responde, y de forma irrevocable, no sólo quemando el holocausto, sino incluso secando toda el agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede tener dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus dudas, de su falta de fe. Ahora, Baal, el ídolo vano, está vencido, y el pueblo, que parecía perdido, ha encontrado el camino de la verdad y se ha reencontrado a sí mismo.
Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice a nosotros esta historia del pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo está en cuestión la prioridad del primer mandamiento; adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y como muestran también diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; le esclavizan. Segundo, el objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios, y así, de vivir según Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta es profética, si – dicen – es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de Dios: el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí. La verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazón. Y así realmente vivos por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad. Gracias.
Benedicto XVI