domingo, 22 de abril de 2012

-Poner la Misericordia en acción


Poner la Misericordia en acción

El mensaje de Misericordia es que Dios nos ama -a todos-, no importa cuán grande sean nuestras faltas. ¡Cuántas veces nos cuesta entender este amor misericordioso, y pensamos que un amor así es imposible! Sin embargo, Él quiere que reconozcamos que Su misericordia es más grande que nuestros pecados, para que nos acerquemos a Él con confianza, para que recibamos su Misericordia y la dejemos derramar sobre otros, de tal manera de que todos participemos de Su gozo.
Es una espiritualidad muy consoladora, porque en momentos de fuerte conmoción espiritual, sea por un grave problema o por la clara conciencia de nuestros pecados, o bien por cualquier otro motivo, nos recuerda el amor infinito que Dios nos tiene y con el que nos acoge cuando nos volvemos a Él. Como dijo Jesús a santa Faustina Kowalska, «mi corazón es la misericordia misma. Ningún alma que se haya acercado a Mí se ha retirado sin consuelo».
Esta devoción requiere de una total entrega a Dios. ¿Cómo alcanzar esta Misericodia? Pide Su misericordia: Dios quiere que nos acerquemos a Él por medio de la oración constante, arrepentidos de nuestros pecados y pidiéndole que derrame Su misericordia sobre nosotros y sobre el mundo entero. Sé misericordioso: Dios quiere que recibamos Su misericordia y que, por medio de nosotros, se derrame sobre los demás. Confía completamente en Jesús: Dios nos deja saber que las gracias de Su misericordia dependen de nuestra confianza. Mientras más confiemos en Jesús, más recibiremos.
Las prácticas devocionales reveladas a santa Faustina Kowalska nos fueron dadas como instrumentos de misericordia, por medio de los cuales el amor de Dios es derramado sobre todo el mundo, pero no son suficientes por sí solas. No es suficiente que nosotros colguemos la imagen de la Divina Misericordia en nuestros hogares, que recemos la coronilla de la Divina Misericordia todos los días a las 3 de la tarde, y recibamos la Comunión el domingo después de la Pascua -en este día se puede obtener la indulgencia plenaria, en las condiciones acostumbradas-. Nosotros también debemos mostrarnos misericordiosos con nuestro prójimo. ¡Poner la Misericordia en acción no es una opción de la devoción a la Divina Misericordia, sino un requisito!
¿Cómo irradiamos la misericordia de Dios a nuestro prójimo? Por medio de nuestras acciones, palabras y oraciones. «En estas tres formas -Él le dice a sor Faustina- está contenida la plenitud de la misericordia». Todos hemos sido llamados a practicar estas tres formas de misericordia, pero no todos somos llamados de la misma manera. Tenemos que preguntarle al Señor, Quien comprende nuestras personalidades individuales y nuestra situación, que nos ayude a reconocer las diversas formas con que podemos poner en práctica Su misericordia en nuestra vida diaria.
Pidiendo la misericordia de nuestro Señor, confiando en Su misericordia, y viviendo como personas misericordiosas, nos podemos asegurar que nunca escucharemos decir: Sus corazones están lejos de mí, sino más bien la hermosa promesa de Bienaventurados los misericordiosos, ya que ellos obtendrán Misericordia.
Carmen Calvo

- Misericordia para encontrar paz y felicidad


Fuera de la misericordia no existe otra fuente de esperanza para el hombre

El Beato Juan Pablo II fue quien instituyó que en el Segundo Domingo de Pascua -que hoy celebramos- se conmemorase en la Iglesia la fiesta del “Domingo de la Divina Misericordia”. En el origen de la intuición del Pontífice estaba una joven religiosa polaca de principios del siglo XX, que murió con tan solo 33 años de edad: Santa Faustina Kowalska. Su vida transcurrió durante los años en los que Europa era azotada por la llamada Gran Guerra (la Primera Guerra Mundial), y falleció a las puertas de la Segunda Guerra Mundial. Su vocación religiosa parecía estar marcada por el dolor de la humanidad, hasta el punto de que su experiencia mística le llevó a ofrecerse a Dios como “víctima voluntaria” por la salvación del mundo, especialmente por tantas almas sufrientes de su tiempo y de toda la historia. Os recomiendo que os acerquéis a conocer su vida y su mensaje.
Pero más allá de los hechos históricos que puedan estar relacionados con el origen de la fiesta litúrgica que hoy celebramos, el misterio de la MISERICORDIA se presenta como el mensaje central del cristianismo: Dios es AMOR y su relación con nosotros está fundada en la MISERICORDIA. Cuando conocemos y gustamos interiormente de este misterio, el horizonte de nuestra vida se llena de esperanza. Y por el contrario, cuando ignoramos o rechazamos la misericordia de Dios, inevitablemente, somos presa de la infelicidad. Nosotros creemos firmemente que en la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz y el hombre, la felicidad.
…..Este es el primer mensaje que quisiera transmitiros en el día de la Divina Misericordia: Que el sufrimiento que habéis padecido y que continuáis padeciendo, no os impida conocer y experimentar la bondad de Dios, la confianza en el prójimo y la esperanza en un futuro mejor. ….
Jesús nos habla en el Evangelio de la necesidad de ‘nacer de nuevo’ para poder entrar en el Reino de los Cielos (Mt 18, 1-7),  y me atrevería a añadir que también para alcanzar la felicidad en esta vida. Su mensaje es absolutamente válido para todos nosotros. Nadie ha de ser ajeno a esta invitación a ‘nacer de nuevo’ que Cristo nos hace:
Quizás alguno se pregunte qué camino es el que hay que recorrer para poder nacer de nuevo. Pues bien, Jesús nos dice en el Evangelio de San Juan: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto -el que no nazca del agua y del espíritu- no puede entrar en el Reino de los Cielos” (Jn 3, 3-5).
Queridos hermanos, la clave para  ese nuevo nacimiento “de lo alto” que nos pide Jesús en el Evangelio es la “MISERICORDIA”. La misericordia no es otra cosa que el Amor que se prodiga en sanar las heridas de los que sufren. La misericordia es el “amor en acción”, el amor que se ‘despoja’ y se ‘arremanga’ para acercarse al misterio del dolor, llevando la esperanza de la Resurrección.

Me explico:
a)      Por una parte, necesitamos abrirnos a la misericordia, y especialmente a la misericordia divina. O dicho de otra forma, tenemos que aprender a dejarnos amar por Dios, así como por los seres queridos que nos rodean: Solamente así podrán sanar nuestras heridas, esas heridas que la violencia terrorista ha generado en nuestros corazones… ¡Dejarse querer o dejarse amar, no es algo tan obvio ni tan fácil como podría parecer a simple vista! Cuando se ha padecido la crueldad de la violencia, con frecuencia ocurre que se sufren traumas, que dificultan la confianza en las personas del propio entorno, e incluso en el mismo ser humano.
¡Qué importante y necesaria puede llegar a ser en este camino de sanación una profunda experiencia de oración! En el Evangelio que hemos proclamado en este Domingo de la Divina Misericordia se ha narrado el episodio del Apóstol Tomás tocando las llagas de Jesús Resucitado, y sanando de esta forma su incredulidad. También nosotros necesitamos tocar a Jesús en la oración; o mejor aún, dejar que Él toque nuestras llagas, nuestras heridas, para que puedan ser sanadas.
b)      Pero, en segundo lugar, para poder acoger la misericordia que necesitamos, es preciso practicarla con los que la necesitan tanto o más que nosotros, e incluso con quienes la necesitan menos que nosotros. La mejor terapia para sanar nuestras heridas, es la práctica generosa de la misericordia con las personas que nos rodean. Ésta es una de las paradojas del mensaje de Cristo: para sanar nuestras heridas, es necesario que nos ofrezcamos como ‘sanadores’ del prójimo. Para poder ser ‘hijos de la misericordia’, tenemos que ser ‘padres de misericordia’. Porque dando se recibe; y olvidándonos de nosotros mismos, es como llegamos a encontrarnos… ¡Ésta es la lógica y la dinámica sanadora del Evangelio!: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).
Mis queridos hermanos, las heridas de la violencia terrorista sólo pueden ser sanadas por el bálsamo de la misericordia, que se recibe al mismo tiempo que se da, ya que la misericordia no es otra cosa que el amor gratuito que nace de Dios y que se prodiga de modo especial en aquellos que sufren. Como dijo Juan Pablo II al inaugurar el Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia: "Fuera de la misericordia no existe otra fuente de esperanza para el hombre" (17 de agosto de 2002).
. Nuestro amado Juan Pablo II tenía preparada una alocución para el Domingo de la Divina Misericordia, que no pudo pronunciar, ya que falleció la víspera. Sin embargo, quiso que ese texto se leyera y publicara como su mensaje póstumo: «A la Humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece, como don, su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!».
¡Jesús, confío en ti, confiamos en ti!
+ José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de San Sebastián

- hoy: un encuentro con el Señor resucitado


Cada año, celebrando la Pascua, revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con Él resucitado: el evangelio de Juan dice que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección,«el primero de la semana», y luego«ocho días después»(Jn. 20,19.26). Ese día, llamado después «domingo»,«Día del Señor» es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su propio culto, que es la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio, de aquel judío del sábado. De hecho, la celebración del Día del Señor es una evidencia muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un evento extraordinario e inquietante podría inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente al sábado judío.
Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una conmemoración de los acontecimientos pasados, ni una experiencia mística en particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio, y sin embargo, está realmente presente en medio de la comunidad, nos habla en las sagradas escrituras, y parte para nosotros el pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que los discípulos experimentaron, que es el hecho de ver a Jesús y, al mismo tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo real, que sin embargo está libre de ataduras terrenales.
Es muy importante lo que refiere el evangelio, de que Jesús, en las dos apariciones a los apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo: «La paz con vosotros»(Jn. 20,19.21.26). El saludo tradicional, con la que se desea el shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, para derramar toda su sangre, como cordero manso y humilde,«lleno de gracia y verdad» (Jn. 1,14). Por eso el beato Juan Pablo II quiso denominar este domingo después de Pascua, como de la Divina Misericordia, con una imagen bien precisa: aquella del costado traspasado de Cristo, del que salió sangre y agua, según el testimonio presencial del apóstol Juan (Jn. 19,34-37). Mas ahora Cristo ha resucitado, y de Él vivo, brotarán los sacramentos pascuales del Bautismo y de la Eucaristía: los que se les acercan con fe a ellos, reciben el don de la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, acojamos el don de la paz que Jesús resucitado nos ofrece, ¡dejémonos llenar el corazón de su misericordia! De esta manera, con el poder del Espíritu Santo, el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, también nosotros podemos llevar a los otros estos dones pascuales. Que nos lo obtenga María Santísima, Madre de Misericordia.
Benedicto XVI – Pascua 2012

-siempre intentan destruir los valores judeocristianos


Hitler sabía que su deseo por el poder sólo podría triunfar si primero destruía los valores judeocristianos.

El objetivo final de los nazis, sostuvo Benedicto, era arrancar la moralidad cristiana desde las raíces judías, reemplazándola con "una fe de su propia invención: la fe en el gobierno del hombre, el gobierno del poderoso". Hitler sabía que su deseo por el poder sólo podría triunfar si primero destruía los valores judeocristianos. En el Imperio (Reich) de Mil Años, Dios y su código moral serían eliminados. El hombre, sin las restricciones de la conciencia, reinaría en su lugar. Es la más vieja de las tentaciones, y Auschwitz es lo que conducía a eso.
"¿En dónde estaba Dios en esos días?", preguntó el Papa. ¿Cómo pudo un Creador justo y amoroso permitir que trenes y trenes llegaran llenos de seres humanos listos para ser asesinados en Auschwitz? De hecho, ¿en dónde está Dios cuando una sola víctima inocente está siendo asesinada, violada o abusada?
La respuesta, aunque el Papa no lo dijo tan claramente, es que un mundo en el que Dios siempre interviene para evitar la crueldad y la violencia sería un mundo sin libertad –y la vida sin libertad no tendría sentido. Dios dota a los seres humanos con el poder para elegir entre el bien y el mal. Algunos eligen ayudar a su vecino; otros eligen herirlo. Estaban esos nazis en Europa que llevaron a los judíos en manadas hacia las cámaras de gas. Y estuvieron aquellos que arriesgaron sus vidas para esconder a los judíos de las garras de la Gestapo.
El Dios que "habló en Sinai" no se estaba dirigiendo a ángeles o robots, quienes no podrían hacer el mal aunque lo quisieran. Él le estaba hablando a gente real, con decisiones reales que tomar, y consecuencias reales que provienen de esas decisiones. Auschwitz no fue culpa de Dios. Él no construyó el lugar. Y sólo transformando a los "seres con libertad moral" que lo construyeron en "marionetas", podría haber evitado que cometan sus crímenes horrendos.
No fue Dios quien falló durante el holocausto, o en los Gulags, o en el 11/Septiembre, o en Bosnia. No es Dios quien falla cuando los seres humanos hacen cosas barbáricas. Auschwitz no es lo que pasa cuando el Dios que dice “No matarás”y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” está en silencio. Es lo que pasa cuando los hombres y las mujeres se rehúsan a escuchar.
Del libro “El Silencio de Dios”, Jeff Jacoby

lunes, 9 de abril de 2012

-Renace la vida, es Pascua


Renacer, la Buena Noticia
Renacer es un verbo cristiano. Sin duda que se emplea en tantos otros ámbitos en donde volver a empezar señala un momento propicio que tiene sabor a reestreno de algo querido, útil y cierto. Pero el renacer por antonomasia se refiere a un máximo milagro: que algo muerto, vuelve a la vida; que alguien terminal y terminado, vuelve a comenzar de nuevo.
Cristo ha resucitado, ha vencido la muerte más temida y llorada, ha dejado para siempre vacío el sepulcro que había sellado una increíble derrota.
La palabra pascua significa en hebreo paso, motivo por el cual los cristianos hablamos indistintamente de una pascua cuando nos referimos a la natividad del Señor o a su resurrección. Porque se trata de un mismo gesto en dos entregas: Dios que nace humanamente en la pascua de navidad, Dios que renace también humanamente en la pascua de resurrección. En ambos casos, aparece el supremo gesto de amor y bondad por el cual Dios ha salido a nuestro encuentro, ha abrazado nuestra vida, ha deseado vivirse y desvivirse como nosotros lo hacemos.
Podría haber resuelto de modo distinto el mensaje que nos contó, los signos que pudo mostrarnos, y especialmente el desenlace en la cruz cual malhechor abandonado. Pero habiendo podido hacer y decir de otros modos y maneras, Jesús, el Hijo de Dios, nació y renació como una pascua en medio de nosotros, una pascua que se siembra, que crece y que florece.
Son muchas las pesadillas que han podido afear nuestros mejores sueños. Y cuando esto sucede, de pronto aprendemos lo mucho que vale lo que no tiene precio. Una enfermedad que logra curarse, un desahucio que encuentra cobijo, una noche oscura que termina con la claridad de la aurora, una pena negra que se transforma en radiante alegría, el desencanto más devastador ante las mil pruebas de la vida, que concluye en el encanto de una esperanza que nunca caduca marchita. Es entonces cuando aprendemos cómo las cosas verdaderamente importantes son pocas, y deberíamos dedicarles más tiempo, más ilusión, más acogida de lo que habitualmente les damos y hacemos.
Pero es esto lo que está señalando la pascua de resurrección de Jesús: renace la vida, lo más importante, lo único importante, y toma de nuevo su puesto debido en nuestra historia y en nuestra biografía. Esto es lo que con todo derecho hemos de saber contar, lo que con todo deber también deberemos saber cantar. Porque el mensaje de este día renacido y resucitado no puede ser otro que el ya sabido y no siempre entonado: el Señor ha vencido las pesadillas que nos alejan de Él, que nos enfrentan a nuestros deudos y que nos rompen por dentro como un destrozo inhumano. La palabra última tras todas las terribles palabras penúltimas, se la ha reservado Dios, y es la que con letra y música de aleluya hoy la Iglesia entera vuelve a entonar a plena voz. Esa palabra final que permite renacer lo que nos hace hijos ante el Señor, hermanos de todos los hombres, y hacedores de un mundo nuevo donde la paz y la justicia, la belleza y la bondad, la verdad y la alegría, se hacen estrofa, se hacen melodía, haciendo de la existencia un canto de esperanza. El Señor ha vencido, y nosotros en Él. Aleluya. Feliz Pascua.
Jesús Sanz Montes, Arzobispo de Oviedo

-Aflicción y angustia en las familias


En la aflicción y la dificultad, no estamos solos; la familia no está sola: Jesús está presente con su amor, la sostiene con su gracia y le da la fuerza para seguir adelante, para afrontar los sacrificios y superar todo obstáculo. Y es a este amor de Cristo al que debemos acudir cuando las vicisitudes humanas y las dificultades amenazan con herir la unidad de nuestra vida y de la familia. El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo alienta a seguir adelante con esperanza: la estación del dolor y de la prueba, si la vivimos con Cristo, con fe en él, encierra ya la luz de la resurrección, la vida nueva del mundo resucitado, la pascua de cada hombre que cree en su Palabra.
Recordemos en la meditación, la oración y el canto, el camino de Jesús en la vía de la cruz: una vía que parecía sin salida y que, sin embargo, ha cambiado la vida y la historia del hombre, ha abierto el paso hacia los «cielos nuevos y la tierra nueva» (Ap 21,1). Especialmente el Viernes Santo, la Iglesia celebra con íntima devoción espiritual la memoria de la muerte en cruz del Hijo de Dios y, en su cruz, ve el árbol de la vida, fecundo de una nueva esperanza.
La experiencia del sufrimiento y de la cruz marca la humanidad, marca incluso la familia; cuántas veces el camino se hace fatigoso y difícil. Incomprensiones, divisiones, preocupaciones por el futuro de los hijos, enfermedades, dificultades de diverso tipo. En nuestro tiempo, además, la situación de muchas familias se ve agravada por la precariedad del trabajo y por otros efectos negativos de la crisis económica. El camino del Via Crucis es una invitación para todos nosotros, y especialmente para las familias, a contemplar a Cristo crucificado para tener la fuerza de ir más allá de las dificultades. La cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios para cada hombre, la respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda persona de ser amada. Cuando nos encontramos en la prueba, cuando nuestras familias deben afrontar el dolor, la tribulación, miremos a la cruz de Cristo: allí encontramos el valor y la fuerza para seguir caminando; allí podemos repetir con firme esperanza las palabras de san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?: ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
En la aflicción y la dificultad, no estamos solos; la familia no está sola: Jesús está presente con su amor, la sostiene con su gracia y le da la fuerza para seguir adelante, para afrontar los sacrificios y superar todo obstáculo. Y es a este amor de Cristo al que debemos acudir cuando las vicisitudes humanas y las dificultades amenazan con herir la unidad de nuestra vida y de la familia. El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo alienta a seguir adelante con esperanza: la estación del dolor y de la prueba, si la vivimos con Cristo, con fe en él, encierra ya la luz de la resurrección, la vida nueva del mundo resucitado, la pascua de cada hombre que cree en su Palabra.
En aquel hombre crucificado, que es el Hijo de Dios, incluso la muerte misma adquiere un nuevo significado y orientación, es rescatada y vencida, es el paso hacia la nueva vida: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).
Encomendémonos a la Madre de Cristo. A ella, que ha acompañado a su Hijo por la vía dolorosa. Que ella, que estaba junto a la cruz en la hora de su muerte, que ha alentado a la Iglesia desde su nacimiento para que viva la presencia del Señor, dirija nuestros corazones, los corazones de todas las familias a través del inmenso misterio de pasión hacia el misterio de pascua, hacia aquella luz que prorrumpe de la Resurrección de Cristo y muestra el triunfo definitivo del amor, de la alegría, de la vida, sobre el mal, el sufrimiento, la muerte.
Benedicto XVI- Vía Crucis 2012

-Cristo entra en el vacio y nos libera


«Mirarán al que traspasaron»
Él entró en un vacío que nosotros somos incapaces de colmar; lo hizo para quitarnos nuestros pecados a fin de que quedásemos libres y reconciliados.
Contemplar el rostro de Cristo. Estos días nos acercan «al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración. Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: «¡Abba, Padre!» Le pide que le aleje de Él, si es posible, la copa del sufrimiento. Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del «rostro» del pecado. «Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él». Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» «¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor una oscuridad más densa?» (Juan Pablo II).
Miremos y contemplemos a Jesucristo en su pasión. Mirémosle y contemplémosle en aquellas horas amargas, las más decisivas de la historia de la humanidad. Al final de esta contemplación, escuchémosle una vez más, aprendamos de Él. Quien le ve suspendido de la Cruz ve al Padre. Su rostro escarnecido, su santa faz que no parecía de hombre pues tan desfigurada estaba, sus espaldas heridas por los azotes, sus rodillas sangrantes por las caídas, sus sienes manantes de sangre, sus manos y sus pies taladrados, su pecho traspasado, su despojo, su desnudez, ese condenado en medio de otros dos condenados, ése es el Predilecto del Padre, ése es la Palabra única de Dios, ése es su única imagen. Miradlo ahí, clavado y suspendido del leño; miradlo como cordero degollado; miradlo ensangrentado y exangüe; miradlo agonizando y abandonado de los hombres; miradlo con el costado abierto; mirad sus heridas, su soledad, su sed y su inmenso dolor. Y todo ello por nosotros. ¿Hay acaso un amor más grande? «Verdaderamente este Hombre era Hijo de Dios», dijo el centurión. «Verdaderamente este Hombre era, es el Hijo único de Dios», decimos también nosotros al contemplarlo en su silencio de la cruz donde nos lo dice todo. Ahí nos revela todo el secreto de su persona y de su vida, ahí nos desvela el secreto de Dios: el secreto de un amor infinito que se entrega todo por nosotros para que tengamos vida plena y eterna. Y ahí está el hombre, que sufriente, maltratado por el pecado, es así amado, hasta el extremo.
Había ya expirado. Todo estaba cumplido. Uno de los soldados con su lanza le abrió el costado, de donde brotó sangre y agua. Desde entonces, ya dos mil años, todos miran al que traspasaron. ¿Por qué? ¿Por qué recordamos esta muerte? Ninguna muerte ha influido en la historia de la humanidad, hasta hoy, como la de Jesús, crucificado por rebelde y pretendiente mesiánico, por decirse y ser Hijo único de Dios, a las puertas de Jerusalén, hacia el año 30 de nuestra era.
Cientos de judíos fueron crucificados por los prefectos y los posteriores procuradores romanos en los sesenta años desde que Judea fue convertida en provincia romana, hasta el fin de la revuelta judía con la destrucción del Templo. Estos centenares de judíos han sido olvidados; sólo Jesús, entre ellos, ha superado el olvido. La noticia de su muerte no sólo se ha extendido por todas partes; la muerte de este judío por el suplicio espantoso e infamante de la crucifixión se ha convertido en el centro del mensaje y acontecimiento cristiano de salvación universal. Dios entregó a su propio Hijo a la muerte por nosotros. Dios asume libremente por amor el extrañamiento, la enajenación, la humillación y el sufrimiento de Jesús.
Murió por nuestros pecados. Esto quiere decir que nuestros pecados, la lejanía de Dios causada por nuestra culpa, fue la causa primera por la que el Mesías debió sufrir y morir. Él entró en un vacío que nosotros somos incapaces de colmar; lo hizo para quitarnos nuestros pecados a fin de que quedásemos libres y reconciliados. Lo que le es imposible al hombre, por mucho que se esfuerce, lo logra la muerte del Señor.
El Mesías murió por nuestros pecados. Pero, ¿cómo tuvo que suceder esto? A esta inquietante pregunta el mensaje cristiano ha respondido siempre que Dios entregó a su Hijo Jesús a la muerte en favor de nuestra salvación y liberación. A la inquietante pregunta responde el mensaje, la revelación cristiana con una respuesta aún más inquietante: el incomprensible amor santo de Dios.
Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque «Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados». «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo». La redención y salvación de la Cruz radica en que Cristo nos ha amado en ella hasta el extremo, ha dado su vida en rescate por muchos. Del Crucificado mana esa fuente de agua purificadora que da la vida y de esa sangre que es reconciliación y alianza definitiva de Dios con los hombres. ¿Quién podrá apartarnos de este amor de Dios manifestado y entregado en Cristo? Miremos, una vez más, en esta Semana Santa a Cristo crucificado y veremos la gloria de Dios. Puesto que la gloria de Dios es que el hombre viva, que el hombre se salve, que el hombre, todo hombre querido por Él, sea arrancado de los poderes del pecado y de la muerte. Su gloria es su amor. Y ese amor es su Hijo único en persona, entregado por nosotros.
+Cardenal Antonio Cañizares

-Cristianos y judios juntos celebramos Pascua

Este año cristianos y judíos conmemoramos el mismo día la crucifixión de Jesús

¿El 14 de Nisán este año es el día cinco de abril de 2012, contando desde el anochecer, sería exactamente el 14 de Nisan, dia la muerte de Jesucristo?

Si, hoy, 6 de abril de 2012 en el calendario gregoriano que seguimos los cristianos es, también, 14 de nisán de 5772 en el calendario que siguen los hebreos(1), y efectivamente, un 14 de nisán fue crucificado Jesús.

 Que ello es así lo sabemos gracias al evangelista Juan que lo aclara muchas veces. Sólo a modo de ejemplo, donde afirma que cuando “José de Arimatea [...] pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de Jesús [y darle sepultura], era el día de la Preparación de los judíos” (Jn. 19, 38-42), es decir, el día previo a la pascua. O dicho de otra manera, aquél en cuya noche celebraban los judíos, y aún hoy celebran, la cena pascual, en definitiva, el 14 de Nisán.

Todo esto dicho, la coincidencia del viernes santo cristiano con el 14 de nisán hebreo es absolutamente excepcional, y ello por dos razones. En primer lugar, la pascua móvil que celebramos actualmente en función de la luna llena pascual subsiguiente al equinoccio de primavera. Y en segundo lugar, por la naturaleza totalmente diferente de un calendario, el cristiano-gregoriano, estrictamente solar, y el otro, el hebreo, que podemos definir como lunisolar, esto es, básicamente lunar aunque con reglas para acomodar el año al ciclo solar. Dos calendarios en los que el año tiene distinta duración y en los que, consecuentemente, no existe una correlación fija entre sus fechas.

Por poner colofón al tema: como el viernes santo, día en el que los cristianos conmemoramos la crucifixión de Jesús, puede caer entre el 20 de marzo y el 23 de abril, es decir en un ámbito de 35 días, la probabilidad de que coincida con el 14 de nisán en que tuvo lugar en el calendario judío es de apenas 1 entre 35. Una probabilidad pequeña, qué duda cabe, pero no nula, según demuestra lo ocurrido este año.

                (1) desde que anochezca, porque por la diferente manera de computar los días entre los judíos, el 14 de Nisán comenzará al acontecer el ocaso de nuestro 5 de abril, lo que quiere decir que parte de nuestro día 5 también será 14 de Nisán, como parte de nuestro 6 de abril, desde que anochezca, será ya 15 de Nisán.