Se suele pensar que
la fiesta de los Reyes Magos es solamente una fiesta de niños. Pero no es
verdad, porque, en rigor, los mayores la necesitamos más que los
pequeños.
Tal vez deberíamos
ser los mayores, y no los niños, quienes debiéramos dejar
nuestros corazones en el balcón para que, al pasar, nos
dejarán los Reyes esa esperanza que tanto necesitamos.
Y es que, en
Navidad, todos los hombres somos objeto de un gran regalo. Los primeros cristianos lo celebraban con verdadero júbilo y cantaban en sus asambleas: “Nos ha nacido un niño, un niño se nos ha dado”. Pero lo tomaban en serio. Seguro de que éstos son los días en que Dios se nos muestra más clara y abiertamente cercano de los hombres, atento
a nuestras ilusiones. Y éste debería ser el gran
robustecimiento de nuestra esperanza.
Pero esperar no es
cosa fácil. Y menos, esperar bien.
¿Habéis visto cómo
esperan estos días los niños? Ellos esperan la llegada de los
Reyes y lo esperan sin vacilación, sin angustias. Saben que los Reyes vendrán. Y que vendrán sin falta. Y saben que
lo que les traigan será hermoso. Los niños se sienten queridos. Lo único que dudan es cómo se expresará este
año ese amor.
La noche de Reyes
se acuestan nerviosos, pero alegres, seguros. Los Reyes pueden traer
esto o aquello, pero seguro que lo que traigan será hermoso.
Los mayores no
esperamos así. Nuestra espera es angustiosa, porque no tenemos fe, esa seguridad de los niños. Miramos al año que comienza con inquietud, incluso con angustia, como mira el jugador la bola que corre sobre la mesa de billar.
Puede ser la
fortuna o la catástrofe. Puede ser un año de alegrías o de
fracasos, de triunfos o de ruina. La esperanza incierta da miedo, intensifica
la angustia más que curarla.
Por eso vivimos
tristes los más de los mayores. No nos atrevemos a pensar que
todo irá bien, hemos terminado por creer que la vida da
más tristezas que alegrías.
Por eso es tan
difícil alegrar el alma de un adulto. A un niño le alegra una
pelota. Los mayores necesitamos todo el sol del universo para
que el corazón se nos descongele.
Y, sin embargo, al
menos los creyentes deberíamos ser la gente de la alegría y la
esperanza.
La Navidad nos da
tres grandes motivos para esperar. El primero es la certeza de que no estamos solos en el mundo. Dios está sobre nosotros, se preocupa por nosotros. Nos ama. Nos ama tanto que hasta envió a su
mismo Hijo para que nos sacara de este atolladero.
El segundo gran
motivo es que, al hacerse hombre Dios, los problemas humanos se han vuelto también intereses suyos. Dios ha invertido en
este negocio de la humanidad. Se ha empeñado a sí mismo. Él tiene ya tanto interés como nosotros en que esto de la humanidad acabe bien.
El tercer gran
motivo es que ese Hijo viene a redimirnos, para salvarnos. Viene para explicarnos que la historia del mundo es una historia que acabará bien. Porque es una historia que viene del amor y va hacia el amor.
Ojalá lo
entendiéramos. Ojalá que hoy cuando los Reyes vengan y dejen sus
juguetes en los zapatos de los pequeños, encuentren también en los balcones los
zapatos de
los mayores, para dejar en ellos una buena ración de esa esperanza que tanto necesitamos.