viernes, 27 de mayo de 2011

-El que ora es bendecido


  Benedicto XVI: la Noche del Yaboq: la oración como combate de la fe y la victoria de la perseverancia 
Hoy quisiera detenerme con vosotros en un texto del Libro del Génesis que narra un episodio un poco especial de la historia del Patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboq, del que hemos escuchado un trozo.
Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura, a cambio de un plato de lentejas y después recibió con engaños la bendición de su padre Isaac, que en ese momento era muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Huido de la ira de Esaú, se refugió en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y volvía a su tierra natal, dispuesto a enfrentar a su hermano, después de haber tomado algunas prudentes medidas. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él, atravesasen el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es agredido por un desconocido con el que lucha toda la noche. Esta lucha cuerpo a cuerpo -que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis- se convierte para él en una singular experiencia de Dios.
La noche es es momento favorable para actuar a escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse una situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica “un hombre” de manera genérica, “uno, alguien”; se trata de una definición vaga, indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio. Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su contrincante, y también para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro que nos da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado y ese “alguien” ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios.
El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto – “no conseguía vencerlo” (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que le pide que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición: “No te soltaré si antes no me bendices” (v.27). El que con engaños le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende de un desconocido, de quien quizás empieza a percibir las connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente.
El rival, que parece estar retenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta su nombre: “¿Cómo te llamas?”. El patriarca le responde: “Jacob” (v.28). Aquí la lucha da un giro importante. Conocer el nombre de alguien, implica una especie de poder sobre la persona, porque el nombre, en la mentalidad bíblica, contiene la realidad más profunda del individuo, desvela el secreto y el destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad sobre el otro y esto permite poderlo dominar. Cuando, por tanto, por petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de entrega, de consigna total de sí mismo al otro.
Pero en este gesto de rendición, también Jacob resulta vencedor, paradójicamente, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido” (v.29). “Jacob” era un nombre que recordaba el origen problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al término “talón”, y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob, cuando saliendo del seno materno, agarraba el talón de su hermano gemelo (Gn 25, 26), casi presagiando el daño que realiza a su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob recuerda también al verbo “engañar, suplantar”. Y ahora, en la lucha, el Patriarca revela a su oponente, en un gesto de rendición y donación, su propia realidad de quien engaña, quien suplanta; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el defraudador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que le marca una nueva identidad. Pero también aquí, el relato mantiene su duplicidad, porque el significado más probable de Israel es “Dios fuerte, Dios vence”.
Por tanto, Jacob ha prevalecido, ha vencido – es el mismo adversario quien los afirma – pero su nueva identidad, recibida del mismo contrincante, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pide a su vez el nombre de su oponente, este no quiere decírselo, pero se le revela en un gesto inequívoco, dándole su bendición. Esta bendición que el Patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es una bendición obtenida mediante engaño, sino que es gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque está solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega indefenso, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por esto, al final de la lucha, recibida la bendición, el Patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: “He visto a Dios cara a cara, y he salido con vida” (v.31), ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero “vencido” por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida.
Las explicaciones que la exégesis bíblica da con respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen aquí intentos y componentes literario de varios tipos, como también referencias a algún cuento popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboq se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los trazos de una relación especial entre Dios y el hombre. Por esto, como se afirma también en el Catecismo de la Iglesia Católica, “la tradición espiritual de la Iglesia ha visto en este relato el símbolo de la oración como combate de la fe y la victoria de la perseverancia” (nº 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha para conocer el nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad fruto de conversión y de perdón.
La noche de Jacob en el vado de Yaboq se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración exige confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios adversario y enemigo, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que aparece inalcanzable.
Por esto el autor sacro utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en el alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha sólo puede culminar en el don de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence cuando consigue abandonarse en las manos misericordiosas de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, de consumar en el deseo y en la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida con humildad de Él, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro de Dios. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel, también da al lugar un nombre nuevo, donde ha luchado con Dios, le ha rezado, lo renombra Penuel, que significa “Rostro de Dios”. Con este nombre reconoce que el lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se deja bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve en la espera de ver su Rostro. ¡Gracias

-La nueva luz de Pascua


La mañana de Pascua nos ha traído el anuncio antiguo y siempre nuevo: ¡Cristo ha resucitado! El eco de este acontecimiento, que surgió en Jerusalén hace veinte siglos, continúa resonando en la Iglesia, que lleva en el corazón la fe vibrante de María, la Madre de Jesús, la fe de la Magdalena y las otras mujeres que fueron las primeras en ver el sepulcro vacío, la fe de Pedro y de los otros Apóstoles.
Hasta hoy —incluso en nuestra era de comunicaciones supertecnológicas— la fe de los cristianos se basa en aquel anuncio, en el testimonio de aquellas hermanas y hermanos que vieron primero la losa removida y el sepulcro vacío, después a los mensajeros misteriosos que atestiguaban que Jesús, el Crucificado, había resucitado; y luego, a Él mismo, el Maestro y Señor, vivo y tangible, que se aparece a María Magdalena, a los dos discípulos de Emaús y, finalmente, a los once reunidos en el Cenáculo (cf. Mc 16,9-14).
La resurrección de Cristo no es fruto de una especulación, de una experiencia mística. Es un acontecimiento que sobrepasa ciertamente la historia, pero que sucede en un momento preciso de la historia dejando en ella una huella indeleble. La luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el sepulcro de Jesús ha atravesado el tiempo y el espacio. Es una luz diferente, divina, que ha roto las tinieblas de la muerte y ha traído al mundo el esplendor de Dios, el esplendor de la Verdad y del Bien.
Así como en primavera los rayos del sol hacen brotar y abrir las yemas en las ramas de los árboles, así también la irradiación que surge de la resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza humana, a toda expectativa, deseo, proyecto. Por eso, todo el universo se alegra hoy, al estar incluido en la primavera de la humanidad, que se hace intérprete del callado himno de alabanza de la creación. El aleluya pascual, que resuena en la Iglesia peregrina en el mundo, expresa la exultación silenciosa del universo y, sobre todo, el anhelo de toda alma humana sinceramente abierta a Dios, más aún, agradecida por su infinita bondad, belleza y verdad.
«En tu resurrección, Señor, se alegren los cielos y la tierra». A esta invitación de alabanza que sube hoy del corazón de la Iglesia, los «cielos» responden al completo: La multitud de los ángeles, de los santos y beatos se suman unánimes a nuestro júbilo. En el cielo, todo es paz y regocijo. Pero en la tierra, lamentablemente, no es así. Aquí, en nuestro mundo, el aleluya pascual contrasta todavía con los lamentos y el clamor que provienen de tantas situaciones dolorosas: miseria, hambre, enfermedades, guerras, violencias. Y, sin embargo, Cristo ha muerto y resucitado precisamente por esto. Ha muerto a causa de nuestros pecados de hoy, y ha resucitado también para redimir nuestra historia de hoy. Por eso, mi mensaje quiere llegar a todos y, como anuncio profético, especialmente a los pueblos y las comunidades que están sufriendo un tiempo de pasión, para que Cristo resucitado les abra el camino de la libertad, la justicia y la paz.
Que pueda alegrarse la Tierra que fue la primera a quedar inundada por la luz del Resucitado. Que el fulgor de Cristo llegue también a los pueblos de…... Que llegue la solidaridad de todos a los numerosos prófugos y refugiados que provienen de diversos países africanos y se han viso obligados a dejar sus afectos más entrañables; que los hombres de buena voluntad se vean iluminados y abran el corazón a la acogida, para que, de manera solidaria y concertada se puedan aliviar las necesidades urgentes de tantos hermanos; y que a todos los que prodigan sus esfuerzos generosos y dan testimonio en este sentido, llegue nuestro aliento y gratitud.
Que se recomponga la convivencia civil entre las poblaciones de……, donde urge emprender un camino de reconciliación y perdón para curar las profundas heridas provocadas por las recientes violencias. Y que Japón, en estos momentos en que afronta las dramáticas consecuencias del reciente terremoto, encuentre alivio y esperanza, y lo encuentren también aquellos países que en los últimos meses han sido probados por calamidades naturales que han sembrado dolor y angustia.
Se alegren los cielos y la tierra por el testimonio de quienes sufren contrariedades, e incluso persecuciones a causa de la propia fe en el Señor Jesús. Que el anuncio de su resurrección victoriosa les infunda valor y confianza.
Queridos hermanos y hermanas. Cristo resucitado camina delante de nosotros hacia los cielos nuevos y la tierra nueva (cf. Ap 21,1), en la que finalmente viviremos como una sola familia, hijos del mismo Padre. Él está con nosotros hasta el fin de los tiempos. Vayamos tras Él en este mundo lacerado, cantando el Aleluya. En nuestro corazón hay alegría y dolor; en nuestro rostro, sonrisas y lágrimas. Así es nuestra realidad terrena. Pero Cristo ha resucitado, está vivo y camina con nosotros. Por eso cantamos y caminamos, con la mirada puesta en el Cielo, fieles a nuestro compromiso en este mundo.  Feliz Pascua a todos.

-Miremos bien a este hombre crucificado


Hemos acompañado en la fe a Jesús en el recorrido del último trecho de su camino terrenal, el más doloroso, el del Calvario. Hemos escuchados el clamor de la muchedumbre, las palabras de condena, las burlas de los soldados, el llanto de la Virgen María y de las mujeres. Ahora estamos sumidos en el silencio de esta noche, en el silencio de la cruz, en el silencio de la muerte. Es un silencio que lleva consigo el peso del dolor del hombre rechazado, oprimido y aplastado; el peso del pecado que le desfigura el rostro, el peso del mal. Esta noche hemos revivido, en el profundo de nuestro corazón, el drama de Jesús, cargado del dolor, del mal y del pecado del hombre.
¿Que queda ahora ante nuestros ojos? Queda un Crucifijo, una Cruz elevada sobre el Gólgota, una Cruz que parece señalar la derrota definitiva de Aquel que había traído la luz a quien estaba sumido en la oscuridad, de Aquel que había hablado de la fuerza del perdón y de la misericordia, que había invitado a creer en el amor infinito de Dios por cada persona humana. Despreciado y rechazado por los hombres, está ante nosotros el «hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, despreciado y evitado de los hombres, ante el cual se ocultaban los rostros» (Is 53, 3).
Pero miremos bien a este hombre crucificado entre la tierra y el cielo, contemplémosle con una mirada más profunda, y descubriremos que la Cruz no es el signo de la victoria de la muerte, del pecado y del mal, sino el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos hasta él. La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a creer que en cada situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte, el pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo de Dios, está el germen de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro de la tierra.
En esta noche cargada de silencio, cargada de esperanza, resuena la invitación que Dios nos dirige a través de las palabras de san Agustín: «Tened fe. Vosotros vendréis a mí y gustareis los bienes de mi mesa, así como yo no he rechazado saborear los males de la vuestra… Os he prometido la vida… Como anticipo os he dado mi muerte, como si os dijera: “Mirad, yo os invito a participar en mi vida… Una vida donde nadie muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento no perece, repara las fuerzas y nunca se agota. Ved a qué os invito… A la amistad con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos..., a participar en mi vida”»
Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en la oración: Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir en nosotros el «hombre viejo», atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos «hombres nuevos», hombres y mujeres santos, transformados y animados por tu amor.

-Catequesis sobre el aceite: ser ungidos


En los sacramentos, el Señor nos toca por medio de los elementos de la creación. La unidad entre creación y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero. El pan y el vino son frutos de la tierra y del trabajo del hombre. El Señor los ha elegido como portadores de su presencia.
El aceite es símbolo del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, nos recuerda a Cristo: la palabra “Cristo” (Mesías) significa “el Ungido”. La humanidad de Jesús está insertada, mediante la unidad del Hijo con el Padre, en la comunión con el Espíritu Santo y, así, es “ungida” de una manera única, y penetrada por el Espíritu Santo. Lo que había sucedido en los reyes y sacerdotes del Antiguo Testamento de modo simbólico en la unción con aceite, con la que se les establecía en su ministerio, sucede en Jesús en toda su realidad: su humanidad es penetrada por la fuerza del Espíritu Santo. Cuanto más nos unimos a Cristo, más somos colmados por su Espíritu, por el Espíritu Santo. Nos llamamos “cristianos”, “ungidos”, personas que pertenecen a Cristo y por eso participan en su unción, son tocadas por su Espíritu. No quiero sólo llamarme cristiano, sino que quiero serlo, decía san Ignacio de Antioquía. Dejemos que precisamente estos santos óleos nos recuerden esta tarea inherente a la palabra “cristiano”, y pidamos al Señor para que no sólo nos llamemos cristianos, sino que lo seamos verdaderamente cada vez más.

En la liturgia del Jueves Santo se bendicen tres óleos. En esta triada se expresan tres dimensiones esenciales de la existencia cristiana, sobre las que ahora queremos reflexionar.
Tenemos en primer lugar el óleo de los catecúmenos. Este óleo muestra como un primer modo de ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el Señor atrae a las personas junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe antes incluso del Bautismo, nuestra mirada se dirige por tanto a las personas que se ponen en camino hacia Cristo – a las personas que están buscando la fe, buscando a Dios. El óleo de los catecúmenos nos dice: no sólo los hombres buscan a Dios. Dios mismo se ha puesto a buscarnos. El que Él mismo se haya hecho hombre y haya bajado a los abismos de la existencia humana, hasta la noche de la muerte, nos muestra lo mucho que Dios ama al hombre, su criatura. Impulsado por su amor, Dios se ha encaminado hacia nosotros. “Buscándome te sentaste cansado… que tanto esfuerzo no sea en vano”, Dios está buscándome. ¿Quiero reconocerlo? ¿Quiero que me conozca, que me encuentre? Dios ama a los hombres. Sale al encuentro de la inquietud de nuestro corazón, de la inquietud de nuestro preguntar y buscar, con la inquietud de su mismo corazón, que lo induce a cumplir por nosotros el gesto extremo. No se debe apagar en nosotros la inquietud en relación con Dios, el estar en camino hacia Él, para conocerlo mejor, para amarlo mejor. En este sentido, deberíamos permanecer siempre catecúmenos. “Buscad siempre su rostro”, dice un salmo (105,4). Sobre esto, Agustín comenta: Dios es tan grande que supera siempre infinitamente todo nuestro conocimiento y todo nuestro ser. El conocer a Dios no se acaba nunca. Por toda la eternidad podemos, con una alegría creciente, continuar a buscarlo, para conocerlo cada vez más y amarlo cada vez más. “Nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”, dice Agustín al inicio de sus Confesiones. Sí, el hombre está inquieto, porque todo lo que es temporal es demasiado poco. Pero ¿es auténtica nuestra inquietud por Él? ¿No nos hemos resignado, tal vez, a su ausencia y tratamos de ser autosuficientes? No permitamos semejante reduccionismo de nuestro ser humanos. Permanezcamos continuamente en camino hacia Él, en su añoranza, en la acogida siempre nueva de conocimiento y de amor.

Después está el óleo de los enfermos. Tenemos ante nosotros la multitud de las personas que sufren: los hambrientos y los sedientos, las víctimas de la violencia en todos los continentes, los enfermos con todos sus dolores, sus esperanzas y desalientos, los perseguidos y los oprimidos, las personas con el corazón desgarrado. A propósito de los primeros discípulos enviados por Jesús, san Lucas nos dice: “Los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos” (9, 2). El curar es un encargo primordial que Jesús ha confiado a la Iglesia, según el ejemplo que Él mismo nos ha dado, al ir por los caminos sanando a los enfermos. Cierto, la tarea principal de la Iglesia es el anuncio del Reino de Dios. Pero precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: “…para curar los corazones desgarrados”, nos dice hoy la primera lectura del profeta Isaías (61,1). El anuncio del Reino de Dios, de la infinita bondad de Dios, debe suscitar ante todo esto: curar el corazón herido de los hombres. El hombre por su misma esencia es un ser en relación. Pero, si se trastorna la relación fundamental, la relación con Dios, también se trastorna todo lo demás. Si se deteriora nuestra relación con Dios, si la orientación fundamental de nuestro ser está equivocada, tampoco podemos curarnos de verdad ni en el cuerpo ni en el alma. Por eso, la primera y fundamental curación sucede en el encuentro con Cristo que nos reconcilia con Dios y sana nuestro corazón desgarrado. Pero además de esta tarea central, también forma parte de la misión esencial de la Iglesia la curación concreta de la enfermedad y del sufrimiento. El óleo para la Unción de los enfermos es expresión sacramental visible de esta misión. Desde los inicios maduró en la Iglesia la llamada a curar, maduró el amor cuidadoso a quien está afligido en el cuerpo y en el alma. Ésta es también una ocasión para agradecer al menos una vez a las hermanas y hermanos que llevan este amor curativo a los hombres por todo el mundo, sin mirar a su condición o confesión religiosa. Desde Isabel de Turingia, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, Camilo de Lellis hasta la Madre Teresa –por recordar sólo algunos nombres– atraviesa el mundo una estela luminosa de personas, que tiene origen en el amor de Jesús por los que sufren y los enfermos. Demos gracias ahora por esto al Señor. Demos gracias por esto a todos aquellos que, en virtud de la fe y del amor, se ponen al lado de los que sufren, dando así, en definitiva, un testimonio de la bondad de Dios. El óleo para la Unción de los enfermos es signo de este óleo de la bondad del corazón, que estas personas –junto con su competencia profesional– llevan a los que sufren. Sin hablar de Cristo, lo manifiestan.

En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes. La liturgia de hoy vincula con este óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis ‘sacerdotes del Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (61, 6). El profeta retoma con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios había dirigido a Israel en el Sinaí: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19, 6). En el mundo entero y para todo él, que en gran parte no conocía a Dios, Israel debía ser como un santuario de Dios para la totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal para el mundo. Debía llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él. San Pedro, en su gran catequesis bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la comunidad de los bautizados, proclamando: “Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos. ahora sois objeto de compasión.” (1 P 2, 9-10). El Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad. Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberían hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Cuando hablamos de nuestra tarea común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien una cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos verdaderamente el santuario de Dios en el mundo y para el mundo? ¿Abrimos a los hombres el acceso a Dios o, por el contrario, se lo escondemos? Nosotros –el Pueblo de Dios– ¿acaso no nos hemos convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía de Dios? ¿No es verdad que el Occidente, que los países centrales del cristianismo están cansados de su fe y, aburridos de su propia historia y cultura, ya no quieren conocer la fe en Jesucristo? Tenemos motivos para gritar en esta hora a Dios: “No permitas que nos convirtamos en no-pueblo. Haz que te reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con tu amor, has infundido tu Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu se haga nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje con alegría.
Benedicto XVI Jueves Santo 21 de abril de 2011

-La creación en Benedicto XVI


En la Vigilia Pascual, el camino a través de los sendas de la Sagrada Escritura comienzan con el relato de la creación. La Iglesia quiere llevarnos, a través de una gran visión panorámica por el camino de la historia de la salvación, desde la creación, pasando por la elección y la liberación de Israel, hasta el testimonio de los profetas, con el que toda esta historia se orienta cada vez más claramente hacia Jesucristo. En la tradición litúrgica, todas estas lecturas eran llamadas profecías. Aun cuando no son directamente anuncios de acontecimientos futuros, tienen un carácter profético, nos muestran el fundamento íntimo y la orientación de la historia. Permiten que la creación y la historia transparenten lo esencial. Así, nos toman de la mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran la verdadera Luz.
De esta manera, la liturgia nos indica que también el relato de la creación es una profecía. No es una información sobre el desarrollo exterior del devenir del cosmos y del hombre. Los Padres de la Iglesia eran bien concientes de ello. No entendían dicho relato como una narración del desarrollo del origen de las cosas, sino como una referencia a lo esencial, al verdadero principio y fin de nuestro ser. Podemos preguntarnos ahora: Pero, ¿es verdaderamente importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación? ¿No se podría empezar por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre, forma un pueblo y crea su historia con los hombres sobre la tierra? La respuesta debe ser: no. Omitir la creación significaría malinterpretar la historia misma de Dios con los hombres, disminuirla, no ver su verdadero orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso los orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión de fe comienza con estas palabras: “Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”. Si omitimos este comienzo del Credo, toda la historia de la salvación queda demasiado reducida y estrecha. La Iglesia no es una asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades religiosas de los hombres y, por eso mismo, no limita su cometido sólo a dicha asociación. No, ella conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el principio de todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto tenemos una responsabilidad con la creación. Nuestra responsabilidad llega hasta la creación, porque ésta proviene del Creador. Puesto que Dios ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida. La vida en la fe de la Iglesia no abraza solamente un ámbito de sensaciones o sentimientos o quizás de obligaciones morales. Abraza al hombre en su totalidad, desde su principio y en la perspectiva de la eternidad. Puesto que la creación pertenece a Dios, podemos confiar plenamente en Él. Y porque Él es Creador, puede darnos la vida eterna. La alegría por la creación, la gratitud por la creación y la responsabilidad respecto a ella van juntas.
El mensaje central del relato de la creación se puede precisar todavía más. San Juan, en las primeras palabras de su Evangelio, ha sintetizado el significado esencial de dicho relato con una sola frase: “En el principio existía el Verbo”. En efecto, el relato de la creación que hemos escuchado antes se caracteriza por la expresión que aparece con frecuencia: “Dijo Dios…”. El mundo es un producto de la Palabra, del Logos, como dice Juan utilizando un vocablo central de la lengua griega. “Logos” significa “razón”, “sentido”, “palabra”. No es solamente razón, sino Razón creadora que habla y se comunica a sí misma. Razón que es sentido y ella misma crea sentido. El relato de la creación nos dice, por tanto, que el mundo es un producto de la Razón creadora. Y con eso nos dice que en el origen de todas las cosas estaba no lo que carece de razón o libertad, sino que el principio de todas las cosas es la Razón creadora, es el amor, es la libertad. Nos encontramos aquí frente a la alternativa última que está en juego en la discusión entre fe e incredulidad: ¿Es la irracionalidad, la ausencia de libertad y la casualidad el principio de todo, o el principio del ser es más bien razón, libertad, amor? ¿Corresponde el primado a la irracionalidad o a la razón? En último término, ésta es la pregunta crucial. Como creyentes respondemos con el relato de la creación y con san Juan: en el origen está la razón. En el origen está la libertad. Por esto es bueno ser una persona humana. No es que en el universo en expansión, al final, en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos se formara por casualidad una especie de ser viviente, capaz de razonar y de tratar de encontrar en la creación una razón o dársela. Si el hombre fuese solamente un producto casual de la evolución en algún lugar al margen del universo, su vida estaría privada de sentido o sería incluso una molestia de la naturaleza. Pero no es así: la Razón estaba en el principio, la Razón creadora, divina. Y puesto que es Razón, ha creado también la libertad; y como de la libertad se puede hacer un uso inadecuado, existe también aquello que es contrario a la creación. Por eso, una gruesa línea oscura se extiende, por decirlo así, a través de la estructura del universo y a través de la naturaleza humana. Pero no obstante esta contradicción, la creación como tal sigue siendo buena, la vida sigue siendo buena, porque en el origen está la Razón buena, el amor creador de Dios. Por eso el mundo puede ser salvado. Por eso podemos y debemos ponernos de parte de la razón, de la libertad y del amor; de parte de Dios que nos ama tanto que ha sufrido por nosotros, para que de su muerte surgiera una vida nueva, definitiva, saludable.
El relato veterotestamentario de la creación, que hemos escuchado, indica claramente este orden de la realidad. Pero nos permite dar un paso más. Ha estructurado el proceso de la creación en el marco de una semana que se dirige hacia el Sábado, encontrando en él su plenitud. Para Israel, el Sábado era el día en que todos podían participar del reposo de Dios, en que los hombres y animales, amos y esclavos, grandes y pequeños se unían a la libertad de Dios. Así, el Sábado era expresión de la alianza entre Dios y el hombre y la creación. De este modo, la comunión entre Dios y el hombre no aparece como algo añadido, instaurado posteriormente en un mundo cuya creación ya había terminado. La alianza, la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación así como la creación es el presupuesto exterior de la alianza. Dios ha hecho el mundo para que exista un lugar donde pueda comunicar su amor y desde el que la respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios.
En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro. La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo de Dios. Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este encuentro ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja, por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos. Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado, el séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio resulta aún más claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de descanso se corresponde también con una lógica natural. Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito. El primer día de la semana era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto, tenía en sí algo de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que había muerto vivía de una vida que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había inaugurado una nueva forma de vida, una nueva dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis, es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo nuevo en el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva creación. Nosotros celebramos el primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación. Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador y de su creación. Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo, como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos el primer día, porque sabemos que la línea oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final del relato de la creación: “Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gen 1, 31). Amén
Benedicto XVI, Vigilia Pascual 2011

martes, 17 de mayo de 2011

-La oración hoy, enseñanza del Papa


Orar: estar delante de Dios, al Dios que se ha revelado en Jesucristo
Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del secularismo. Parece que Dios haya desaparecido del horizonte de muchas personas o que se haya convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Vemos, sin embargo, al mismo tiempo, muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, ha fracasado la previsión de quien, en la época de la Ilustración, anunciaba la desaparición de las religiones y exaltaba la razón absoluta, separada de la fe, una razón que habría ahuyentado las tinieblas de los dogmas religiosos y que habría disuelto “el mundo de lo sagrado”, restituyendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas Guerras Mundiales pusieron en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia ... Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres” (nº 2566). “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios” (nº27). La imagen del Creador está impresa en lo intimo del ser y cada persona siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que tienen que ver con el sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. …. El hombre “digital” así como el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa las vías para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría una sentido completo, y la felicidad a la que tendemos, se proyecta hacia un futuro, hacia un mañana que se tiene que cumplir todavía… El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque sea iluso y crea todavía que es autosuficiente, tiene la experiencia de que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse al otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta, debe salir de sí mismo hacia Él que puede colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.
El hombre lleva dentro de si una sed del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan hacia el Absoluto; el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle; vemos la oración como la “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia y finalmente el pecado de cada uno de los que rezan. La historia del hombre ha conocido, en efecto, variadas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia lo Alto y hacia el Más Allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.
De hecho la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto a tal es necesario tener presente que esta es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y fundamenta sus raíces en lo más profundo de la persona; por esto no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, puede estar sujeta a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, de la tensión hacia lo Invisible, lo Inesperado y lo Inefable. Por esto, la experiencia de la oración es un desafío para todos, una “gracia” que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.
En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y a su situación frente a Dios, a partir de Dios y respecto a Dios, y experimenta ser criatura necesitada de ayuda, incapaz de procurarse por sí mismo el cumplimiento d ella propia existencia y de la propia esperanza. ….En este mirar a Otro, en este dirigirse “más allá” está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo, sólo en el Dios que se revela encuentra su plena realización la búsqueda del hombre. La oración que es la apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: “Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y de actos, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación” (nº2567).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a estar más tiempo delante de Dios, al Dios que se ha revelado en Jesucristo, aprendamos a reconocer en el silencio, en la intimidad de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para hacernos ir más allá de los límites de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con Él que es Infinito Amor

-de la tristeza a la alegria: Emaús


El Papa explica el pasaje de Emaús y lo aplica hoy

El Evangelio del episodio de los discípulos de Emaús (Lucas 24, 13-35), un relato que nunca acaba de sorprendernos y conmovernos. Este episodio muestra las consecuencias que Jesús resucitado actúa en los discípulos: conversión de la desesperación a la esperanza; conversión de la tristeza a la alegría; y también conversión a la vida comunitaria. A veces, cuando se habla de conversión, se piensa únicamente a su aspecto cansado, de desapego y de renuncia. En cambio, la conversión cristiana es también y sobre todo fuente de gozo, de esperanza y de amor. Ella es siempre obra de Jesús resucitado, Señor de la vida, que nos ha obtenido esta gracia por medio de su pasión y que nos la comunica con la fuerza de su resurrección.
Como en el pasado, cuando las Iglesias se distinguieron por el fervor apostólico y el dinamismo pastoral, también hoy es necesario promover y defender con valor la verdad y la unidad de la fe. Es necesario dar cuenta de la esperanza cristiana al hombre moderno, agobiado por grandes e inquietantes problemáticas que ponen en crisis los cimientos mismos de su ser y actuar.
Vivís en un contexto en el cual el cristianismo se presenta como la fe que ha acompañado, por siglos, el camino de tantos pueblos, incluso a través de las persecuciones y pruebas más duras. De esta fe son elocuentes expresiones los múltiples testimonios diseminados por todas partes: las iglesias, las obras de arte, los hospitales, las bibliotecas, las escuelas; el ambiente mismo de vuestras ciudades, así como los campos y las montañas, todos salpicados de referencias a Cristo. Sin embargo, hoy este ser de Cristo corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de sus contenidos más profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte que sólo toca la vida superficialmente, en sus aspectos más bien sociales y culturales; corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la experiencia de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino de la existencia, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy a propósito de los dos discípulos de Emaús, los cuales, tras la crucifixión de Jesús, regresaban a casa apoderados por la duda, la tristeza y la desilusión. Tal actitud tiende, lamentablemente, a difundirse también en vuestro territorio: esto ocurre cuando los discípulos de hoy se alejan de la Jerusalén del Crucificado y del Resucitado, cuando dejan de creer en la potencia y en la presencia viva del Señor. El problema del mal, del dolor y del sufrimiento, el problema de la injusticia y del abuso, el miedo a los demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan hasta nuestras tierras y parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los cristianos de hoy a decir con tristeza: esperábamos que el Señor nos liberara del mal, del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la injusticia.
Por tanto, es necesario para cada uno de nosotros, como ocurrió a los dos discípulos de Emaús, aprender la enseñanza de Jesús: ante todo escuchando y amando la Palabra de Dios, leída en el misterio pascual, para que inflame nuestro corazón e ilumine nuestra mente, nos ayude a interpretar los acontecimientos de la vida y a darles un sentido. Luego es necesario sentarse a la mesa con el Señor, convertirse en sus comensales, para que su presencia humilde en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre nos restituya la mirada de la fe, para mirar todo y a todos con los ojos de Dios, y la luz de su amor. Permanecer con Jesús que permaneció con nosotros, asimilar su estilo de vida entregada, escoger con él la lógica de la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una constante invitación a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un don a Dios y a los demás.
El Evangelio refiere también que los dos discípulos, tras haber reconocido a Jesús en el partir el pan, "levantándose en el momento, se volvieron a Jerusalén" (Lucas 24,33). Sienten la necesidad de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia vivida: el encuentro con el Señor resucitado. Hay un gran esfuerzo por cumplir para que cada cristiano, aquí como en cada parte del mundo, se transforme en testigo, listo a anunciar con vigor y con gozo el evento de la muerte y de la resurrección de Cristo. Conozco el cuidado que ponéis para tratar de comprender las razones del corazón del hombre moderno y cómo, refiriéndoos a las antiguas tradiciones cristianas, os preocupáis por demarcar las líneas programáticas de la nueva evangelización, mirando con atención a los numerosos desafíos del tiempo presente y repensando el futuro. Con mi presencia deseo apoyar vuestra obra e infundir en todos confianza en el intenso programa pastoral puesto en marcha por vuestros pastores, auspiciando un fructífero compromiso por parte de todos los componentes de la comunidad eclesial.
También un pueblo tradicionalmente católico puede experimentar o asimilar casi de manera inconsciente, los contragolpes de la cultura que termina por insinuar una manera de pensar en la que el mensaje evangélico es abiertamente rechazado u obstaculizado subrepticiamente. Sé lo grande que ha sido y sigue siendo vuestro compromiso por defender los perennes valores de la fe cristiana. Os aliento a no ceder jamás a las recurrentes tentaciones de la cultura hedonista y a los llamados del consumismo materialista. Acoged la invitación del apóstol Pedro, presente en la segunda lectura de hoy, a comportaros "con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación" (1 Pedro 1, 17): invitación que se concreta en una existencia vivida intensamente en las calles de nuestro mundo, con la conciencia de la meta que hay que alcanzar: la unidad con Dios, en Cristo crucificado y resucitado. De hecho nuestra fe y nuestra esperanza están dirigidas hacia Dios (cfr 1 Pedro 1, 21): dirigidas a Dios porque radicadas en El, fundadas sobre su amor y sobre su fidelidad. En los siglos pasados, vuestras Iglesias han conocido una rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos gracias a la obra de vigorosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa. Si queremos ponernos a la escucha de su enseñanza espiritual, no nos es difícil reconocer la llamada personal e inconfundible que nos dirigen: ¡Sed santos! ¡Poned en el centro de vuestra vida a Cristo! Construid sobre él el edificio de vuestra existencia. En Jesús encontraréis la fuerza para abriros a los otros y para hacer de vosotros mismos, con su ejemplo, un don para toda la humanidad. 


Las Iglesias engendradas aquí están hoy llamadas a reforzar aquella antigua unidad espiritual, en particular a la luz del fenómeno de la inmigración y de las nuevas circunstancias geopolíticas, sobretodo por la fe en Cristo y por la civilización inspirada en la enseñanza evangélica, la Civilización del Amor.. La fe cristiana puede contribuir seguramente a concretar este programa, que afecta al desarrollo armonioso e integral del hombre y de la sociedad en la que vive. La fe también quiere ser un estimulo para cada iniciativa orientado a la superación de aquellas divisiones que podrían hacer vanas las concretas aspiraciones a la justicia y a la paz.

-sobre la Resurrección, desde la fisica

Cuerpo glorioso

«Si los avances de la física nos demuestran que las partículas elementales no están confinadas a un solo sitio, ¿por qué no podemos imaginar un cuerpo glorioso que abandona las vendas que lo aprisionan?»

«SI Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe», reprende San Pablo a los miembros de la comunidad cristiana de Corinto. Y, en efecto, sólo la Resurrección de Cristo da sentido completo a la Encarnación, a la Redención y a la vida futura que se nos ha prometido a cada uno de nosotros, tras la Parusía. Pero, ¿cómo fue esa resurrección que anticipa la nuestra? No fue un mero revivir a la existencia terrena, como el de Lázaro o el de la hija de Jairo, sino que pasó «del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio», leemos en el Catecismo (nº 646). Nuestra mentalidad cientifista enseguida se pone en guardia, engreída y suspicaz, y reclama que se le explique esta metamorfosis del cuerpo inerte en cuerpo glorioso. El propio Joseph Ratzinger acepta que se trata de «un proceso que se ha desarrollado en el secreto de Dios, entre Jesús y el Padre, un proceso que nosotros no podemos describir y que por su naturaleza escapa a la experiencia humana». Pero el cientifista acucioso no cede en su demanda: «¿Qué ocurrió en el interior del sepulcro?».

Es cierto, como sostiene Ratzinger, que ninguno de los evangelistas describe la resurrección de Jesús; pero no es menos cierto que alguno ofrece al teólogo metido a detective —y al poeta— pistas dilucidadoras. Reparemos en la narración de Juan. Pedro y el «discípulo amado» llegan corriendo al sepulcro y descubren, tal como les había anunciado María Magdalena, que la losa ha sido apartada. Penetran ambos en el recinto funerario y ven los lienzos o vendas con los que había sido envuelto el cadáver de Jesús «tendidos». Así traduce la reciente versión bíblica de la Conferencia Episcopal el «keímena» del original, mejorando la traducción más inexacta de Nácar-Colunga, que dice que vieron «las fajas allí colocadas». Pero «lienzos tendidos» y «fajas colocadas» se complementan y nos ayudan a entender mejor el significado pleno del participio plural del verbo «keimai». Los lienzos, vendas o fajas que cubrían a Jesús no han sido arrojados al suelo, sino que permanecen «colocados» en el sepulcro; y no se hallan desatados y hechos un gurruño informe, sino que se mantienen atados y «tendidos», como un molde blando que, al ser abandonado por el cuerpo que envuelve, pierde parcialmente su volumen pero todavía conserva, aunque allanada, su forma. Esto significa exactamente «keímena»: las vendas y lienzos que cubrían el cuerpo de Jesús están suavemente «desinflados», como una crisálida vacía. De este modo, Juan nos confirma que el cuerpo de Jesús no ha sido robado (ningún ladrón en su sano juicio se habría entretenido desanudando las vendas, para después anudarlas otra vez y tenderlas en el sepulcro, en la misma disposición en que se hallaban mientras envolvían el cadáver); y también que Jesús no ha necesitado, para liberarse de las vendas, desliarlas o romperlas, como tendría que haber hecho cualquier persona subordinada a la materia.

Sobre esta capacidad de Jesús resucitado para desafiar los impedimentos y restricciones de la materia nos ofrece Juan otro testimonio dilucidador. En la octava de Pascua, al anochecer, los discípulos están reunidos en una casa «con las puertas cerradas, por miedo a los judíos»; y, de súbito, Jesús se pone en medio de ellos sin forzar cerraduras ni arramblar puertas. «¿Se trata, pues, de un fantasma?», nos pregunta aquí el incrédulo frotándose las manos, pues nada lo entusiasma más que una cuchipanda espiritista. Esto mismo pensaron, «aterrorizados y llenos de miedo», los discípulos; y, para espantarles ese miedo, Jesús les pide que toquen su cuerpo hecho «de carne y de huesos» (Lc 24, 29); y a Tomás, incluso, le permitirá meter el dedo en el agujero de los clavos y la mano entera en la llaga del costado. ¿Cabe mayor prueba de fisicidad que este dejarse palpar sin remilgos ni melindres? Vive Dios que sí. Resulta que Jesús resucitado come como una auténtica lima, que diría un castizo: en la posada próxima a Emaús comparte con dos discípulos andarines el pan (Lc 24, 30); en la casa donde se hallan todos reunidos come un trozo de pez asado (Lc 24, 42); tras la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades come pan y pescado, que Él mismo se ha encargado de asar en unas brasas (Jn 21, 9-13); y, todavía, antes de darles las últimas instrucciones antes de su Ascensión, vuelve a comer con ellos (Hch 1, 4)

La mayoría de los exegetas opinan que los evangelistas, en su celo apologético, exageran, pues tanto manduque nos pinta a un Jesús con apetito de caballo, en flagrante contradicción con el propio relato evangélico, que previamente nos ha presentado a un Jesús que ha superado con la resurrección la «corporeidad empírica». Pero aquí yo diría que la mayoría de los exegetas se pasan de listos (o de medrosos), tal vez por temor a que una interpretación literal de estos pasajes abone las tesis heréticas del milenarismo craso o carnal (que postulaban, en una interpretación desmelenada del capítulo XX del Apocalipsis, un Reino de los Mil Años en que los justos resucitados se entregarían a banquetes y francachelas). Pero que el cuerpo glorioso de Jesús no requiera comida para su subsistencia no implica que sea absurdo que Jesús coma; pues su deseo no es otro —no ha sido nunca otro— sino abrazar la naturaleza humana, entablar con ella un vínculo corporal, allanándose con ella. Y, así como el padre amoroso, por igualarse con su hijo pequeño, emplea en sus pláticas con él un lenguaje rudimentario (y hasta una inflexión de voz pueril), mientras le hace carantoñas, Jesús se abaja ante sus discípulos y les muestra su proximidad compartiendo con ellos sus viandas más sencillas; no porque las necesite, sino por hacerse uno con ellos, en amor y compaña. No hace falta ser exegeta para entender que el roce y la comida compartida hacen el cariño.

Jesús comió y bebió con sus discípulos después de resucitar, como atestiguan insistentemente los evangelistas y Pedro certifica (Hch 10, 41). «Pero —repite el cientifista, exasperado—, ¿qué ocurrió en el interior del sepulcro?». Lo que allí ocurrió sobrepasa nuestro entendimiento; pero el jesuita Manuel Carreira, profesor de física y teólogo, ha probado a imaginarlo, basándose en los últimos avances de la mecánica cuántica, que han logrado observar en el laboratorio fenómenos de movimiento discontinuo, compenetración y multilocación en partículas elementales. Si estos experimentos (que explican la formación de estrellas de neutrones y agujeros negros) se han podido realizar con partículas elementales, ¿por qué no podría el poder divino hacer algo semejante con un cuerpo, que al fin y a la postre es un conjunto de partículas? Si los avances de la física nos demuestran que las partículas elementales no están confinadas a un solo sitio, que además de comportarse como corpúsculos lo hacen como ondas, de tal modo que un electrón puede estar en dos lugares a la vez, ¿por qué no podemos imaginar un cuerpo glorioso que abandona las vendas que lo aprisionan?

Aquel cuerpo glorioso de Jesús empezó a vivir de una manera totalmente nueva: resplandece, entra en las habitaciones sin abrir puertas ni agujeros en las paredes, desaparece instantáneamente, va de un sitio a otro sin usar medio alguno de locomoción. Dios —concluye Carreira— es omnipotente, pero no puede hacer cosas absurdas o irracionales; y no hay inconveniente en aceptar que pueda hacer cosas parecidas a las que se observan en los laboratorios a nivel subatómico, sólo que a un nivel macroscópico y visible. Por lo demás, si la materia está sujeta a una serie de procesos por los cuales se altera, decae, envejece, muere y se corrompe, es porque está dentro de un marco espacio-temporal; si no actuase dentro de este marco, no estaría sujeta a ninguna de esas fuerzas destructoras. En el cuerpo glorioso, en lugar de estar el espíritu subordinado a la materia (como ocurre en nuestra vida mortal), la materia se subordina al espíritu, existe fuera del espacio y del tiempo. Y al liberarse —sin llegar a desatarlas siquiera— de las ataduras espaciales y temporales (que quedan «keímena», desinfladas, como una crisálida vacía), el cuerpo se torna incorruptible, no envejece ni enferma, posee la libertad plena de quienes han vencido las restricciones materiales. Una libertad que le permite, incluso, compartir con los amigos los gozos menudos —un pedazo de pan recién horneado, un pez asado en la lumbre—; y que, algún día, «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (Flp 3, 21). De ese día hablaremos en otra ocasión…

JUAN MANUEL DE PRADA

-Hay que apoyar la maternidad


EL PAPA DESTACA LA NECESIDAD DE APOYAR LA MATERNIDAD DE MANERA CONCRETA

Benedicto XVI destacó la necesidad de apoyar la maternidad de una manera concreta, así como de políticas que tengan como objetivo la consolidación y el desarrollo de las familias y estén acompañadas de una adecuada obra educativa.
"Es necesario apoyar de manera concreta la maternidad, como también garantizar a las mujeres que desarrollan una profesión la posibilidad de conciliar familia y trabajo -declaró-. Demasiadas veces, de hecho, éstas son obligadas necesariamente a elegir entre ambas". El Papa indicó que "el desarrollo de políticas adecuadas de ayuda, como también de estructuras destinadas a la infancia, como las guarderías, también los gestionados por familias, puede ayudar a hacer que el hijo no sea visto como un problema, sino como un don y una alegría grande".
En un sentido más general, el Pontífice afirmó que la familia "debe ser apoyada por políticas orgánicas que no se limiten a proponer soluciones a los problemas contingentes, sino que tengan como objetivo su consolidación y desarrollo y sean acompañadas por una adecuada obra educativa".
El Papa constató que "a veces, por desgracia, suceden graves hechos de violencia y se amplifican algunos aspectos de crisis de la familia, causados por los rápidos cambios sociales y culturales". "También el aprobar formas de unión que desnaturalizan la esencia y el fin de la familia, acaba por penalizar a cuantos, no sin esfuerzo, se empeñan en vivir vínculos afectivos estables, jurídicamente garantizados y públicamente reconocidos", añadió.
"En esta perspectiva -continuó-, la Iglesia mira con favor a todas las iniciativas que buscan educar a los jóvenes a vivir el amor en la lógica del don de sí mismos, con una visión alta y oblativa de la sexualidad".
Para lograr esta visión, Benedicto XVI señaló la necesidad de "una convergencia educativa entre los diversos componentes de la sociedad, para que el amor humano no se reduzca a un objeto de consumo, sino que pueda ser percibido y vivido como experiencia fundamental que da sentido y finalidad a la existencia".
*(En la audiencia de principios de año con ocasión del tradicional intercambio de felicitaciones por el Nuevo año a los administradores locales de Roma y del Lazio)

-La Nueva Era (New Age), se va colando en los jóvenes


La Nueva Era se cuela inconscientemente en la vida de los jóvenes
Una religiosidad sin dogmas ni líderes
El autor de este artículo, José Luis Vázquez Borau, es doctor en Filosofía y en Teología, miembro de la RIES, y se dedica especialmente al estudio de las religiones. Es autor de más de cincuenta obras de filosofía, antropología, espiritualidad, sectas y biografías de personajes.
Si bien, como dice el Informe de la Fundación Santa María, “Dios es el gran ausente en las familias españolas, en un momento marcado por actitudes de vida consumistas y hedonistas centradas en el disfrute”, al ser la Nueva Era como un gran río que fluye con muchos arroyos, se cuela inconscientemente en la vida de los jóvenes, pues se presenta como una forma típica de sensibilidad religiosa contemporánea, como una nueva religiosidad. No se trata de un movimiento religioso, de una religión o de una secta en sentido sociológico, sino el resultado de una red global, que conecta centros y grupos que entre ellos tienen algunos temas de referencia en común, pero sin que esta vinculación sea estable, permanente o jerárquica para crear un movimiento. Lo que une a la red del Nueva Era es un espíritu “alternativo” a la tradición religiosa dominante en Occidente, que es la cristiana, y la esperanza de una nueva era, o sea, la New Age o la Era de Acuario, que tomará el lugar de la Era de Piscis.
El gran movimiento que se cobija hoy bajo la Nueva Era está formado por el Human Potential Movement y la Psicología Transpersonal, que puede conducir a experiencias que podrían llevar el estigma de lo irreal, absurdo, fantástico o simplemente fraudulento. Este mundo de lo oculto y lo sobrenatural barato se está convirtiendo en el último grito de la religiosidad actual. Como horizonte volvemos a encontrar una insospechada confianza en la condición humana, en el potencial de la mente y en las enormes posibilidades de autorrealización que invitan a la persona a trascender su yo individual y a encontrar dimensiones místicas en el subconsciente. La Nueva Era propone teorías y doctrinas sobre Dios, sobre el ser humano y sobre el mundo, incompatibles con la fe cristiana. Además, la Nueva Era es síntoma de una cultura en profunda crisis y, a la vez, una respuesta equivocada a esta situación. Sin textos sagrados y sin líder, la New Age resulta como un mar sin fondo, en el que todo el mundo navega a su aire, combinando el espiritismo con la astrología, las técnicas alternativas de meditación y de terapia con un optimismo sobre el universo, ya que la materia es una gran vibración energética espiritual que transforma todo el mundo, todo lo conecta inconscientemente y todo lo dirige hacia un fin más alto y sublime. Se podría decir que la New Age, aun recogiendo ideas de otros movimientos viejos y nuevos, es sobre todo un “clima”, una actitud que manifiesta el esfuerzo, el intento de solución por parte de la mentalidad postmoderna de los problemas religiosos y, al mismo tiempo, ecológicos, personales, privados y cósmicos.
La New Age acusa al cristianismo de una carencia de experiencia vivida, de desconfianza respecto a la mística, de incesantes exhortaciones morales y de exagerada insistencia en la ortodoxia de la doctrina. Enseña, además, que el punto de apoyo de la verdadera religiosidad es más la experiencia y el sentimiento que la razón y la autoridad, y ofrece, por último, técnicas, caminos y modos del acercamiento a la divinidad. Es por esto que urge dar una formación de solidez en las familias y en los centros educativos en general, para que los jóvenes tengan capacidad de discernimiento y puedan resistir a tantos y tan variados envites que suelen presentarse muy seductores. Y, a la vez, dotar en nuestras comunidades a los jóvenes de auténtica experiencia religiosa para que puedan llegar a ser testigos del Evangelio.

martes, 3 de mayo de 2011

-El Papa en la beatificación de Juan Pablo II


Homilía de Benedicto XVI en la Beatificación de Juan Pablo II:

Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato….
Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.
«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.
Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).
También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118, 23)- ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –Obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas- estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: "La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio"». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.
Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.
Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía.
En el texto de la homilía: ¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. [E improvisando, Benedicto XVI añadió:] Tantas veces nos has bendecido desde esta plaza. Santo Padre, hoy te pedimos, bendícenos. Amén.