La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el
Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos.
Todas las líneas del
Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el « sí » definitivo a todas las
promesas. La historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de
Dios. Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían
el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús
se presenta como la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema
de su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más
entre otras, sino su Palabra eterna. No hay garantía más grande que Dios nos
pueda dar para asegurarnos su amor, como recuerda san Pablo. La fe cristiana
es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de
transformar el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos conocido el amor que Dios nos
tiene y hemos creído en él ». La fe reconoce el amor de Dios manifestado en
Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino
último.
La
mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por
los hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de
amor, Jesús ha ofrecido la suya por todos, también por los que eran sus
enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas han situado
en la hora de la cruz el momento culminante de la mirada de fe, porque en esa
hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud. San Juan
introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la Madre de Jesús,
contempla al que habían atravesado. Y, sin embargo, precisamente en la
contemplación de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz
resplandeciente, cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros,
que es capaz de llegar hasta la muerte para salvarnos. En este amor, que no se
ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su
totalidad vence cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en
Cristo.
Ahora
bien, la muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la
luz de la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno
de fe, apoyo sólido para nuestra fe. « Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe
no tiene sentido », dice san Pablo. Si el amor del Padre no hubiese resucitado
a Jesús de entre los muertos, si no hubiese podido devolver la vida a su
cuerpo, no sería un amor plenamente fiable, capaz de iluminar también las
tinieblas de la muerte. Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta
presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo. Pensamos que Dios sólo se
encuentra más allá, en otro nivel de realidad, separado de nuestras relaciones
concretas. Los cristianos, en cambio, confiesan el amor concreto y eficaz de
Dios, que obra verdaderamente en la historia y determina su destino final, amor
que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y
resurrección de Cristo.
Para la fe, Cristo no es sólo aquel en
quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con
quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira
desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo
de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras personas que conocen
las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto que nos
construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en
el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad también de
alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se
presenta como aquel que nos explica a Dios. La vida de Cristo —su modo de
conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él— abre un espacio nuevo
a la experiencia humana, en el que podemos entrar. La importancia de la
relación personal con Jesús mediante la fe queda reflejada en los diversos usos
que hace san Juan del verbo creer. Junto a « creer que » es verdad lo que Jesús
nos dice, san Juan usa también las locuciones «creer a » Jesús y « creer en »
Jesús. « Creemos a » Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque
él es veraz. « Creemos en » Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra
vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo
largo del camino.