jueves, 29 de marzo de 2012

-Anunciar la belleza y bondad de Cristo


El Papa acaba de decir esto…"Vale la pena dedicar toda la vida a Cristo, crecer cada día en su amistad y sentirse llamado a anunciar la belleza y bondad de su vida a todos los hombres, nuestros hermanos. Les aliento en su tarea de sembrar el mundo con la Palabra de Dios y de ofrecer a todos el alimento verdadero del cuerpo de Cristo. Cercana ya la Pascua, decidámonos sin miedos ni complejos a seguir a Jesús en su camino hacia la cruz. Aceptemos con paciencia y fe cualquier contrariedad o aflicción, con la convicción de que, en su resurrección, Él ha derrotado el poder del mal que todo lo oscurece, y ha hecho amanecer un mundo nuevo, el mundo de Dios, de la luz, de la verdad y la alegría. El Señor no dejará de bendecir con frutos abundantes la generosidad de su entrega.
La Virgen María, por su papel insustituible en el misterio de Cristo, representa la imagen y el modelo de la Iglesia. También la Iglesia, al igual que hizo la Madre de Cristo, está llamada a acoger en sí el misterio de Dios que viene a habitar en ella. Queridos hermanos, sé con cuánto esfuerzo, audacia y abnegación trabajan cada día para que, en las circunstancias concretas de su País, y en este tiempo de la historia, la Iglesia refleje cada vez más su verdadero rostro como lugar en el que Dios se acerca y encuentra con los hombres. La Iglesia, cuerpo vivo de Cristo, tiene la misión de prolongar en la tierra la presencia salvífica de Dios, de abrir el mundo a algo más grande que sí mismo, al amor y la luz de Dios.
El misterio de la encarnación, en el que Dios se hace cercano a nosotros, nos muestra también la dignidad incomparable de toda vida humana. Por eso, en su proyecto de amor, desde la creación, Dios ha encomendado a la familia fundada en el matrimonio la altísima misión de ser célula fundamental de la sociedad y verdadera Iglesia doméstica. Con esta certeza, ustedes, queridos esposos, han de ser, de modo especial para sus hijos, signo real y visible del amor de Cristo por la Iglesia. El mundo tiene necesidad del testimonio de su fidelidad, de su unidad, de su capacidad de acoger la vida humana, especialmente la más indefensa y necesitada…."
26/3/2012 Benedicto XVI en la Misa de Cuba

-Una época nueva tras la crisis

Las cosas no pueden seguir igual: no puede continuar la quiebra antropológica y moral que ha dado origen y lugar a esta crisis
 Con Jesucristo, y como Pedro y Pablo, entonces, y hoy, sin ir más lejos, como Benedicto XVI, por ejemplo en México y Cuba, también nosotros, los cristianos, estamos para eso: para anunciar el Evangelio, para darlo a conocer, para evangelizar. Evangelizar no es algo potestativo que se hace o no se hace, que da lo mismo hacerlo que no hacerlo. Es nuestra dicha y nuestra identidad más profunda, nuestra aportación mayor y más decisiva. Como la Iglesia, los cristianos en ella y como ella, existimos para evangelizar. Hoy nos apremia evangelizar.
El mundo necesita el Evangelio. Necesita a Jesucristo. Como se nos dice gráficamente en uno de los pasajes de los Evangelios: «La población entera se agolpaba a la puerta», donde estaba Jesús curando. «Todo el mundo te busca», añade el mismo pasaje; también hoy. No podemos quedarnos impasibles ante esa búsqueda, a veces no consciente siquiera, pero real, que está en todo hombre de tantas maneras y dispares situaciones, también en los que se han alejado de la fe, en los que no creen, en los que padecen la quiebra de humanidad o el vacío del sin sentido, en los que sufren el desamor, la injusticia u olvido de los hombres que pasan de largo ante sus propias necesidades y lamentos o que los miran con intereses ajenos a esos lamentos y dolores. Una búsqueda y petición nos grita, con verdadero clamor y fuerza, hoy, a los cristianos, por débiles que seamos: ¡Ayudadnos!
Vivimos tiempos «recios». Fácilmente nos lamentamos de ellos. Con una naturalidad pasmosa buscamos culpables o creemos que nada puede hacerse para cambiar la situación difícil, muy difícil, que atravesamos; o buscamos las soluciones donde no se pueden encontrar. Vivimos una sociedad en la que hay una cultura dominante regida por la secularización, o por la increencia, en la que Dios cuenta poco o nada, con graves consecuencias para el hombre, con la repercusión y caída en una profunda quiebra de humanidad. No hay mayor mal que el olvido de Dios, no hay mayor indigencia que el no tener a Dios, el mundo se aboca al fracaso si se olvida de Dios. Sí, nos apremia por eso, evangelizar. No podemos quedarnos impasibles ante ese porcentaje no bajo de los jóvenes españoles que dicen no creer en nada.
Vivimos en una sociedad típicamente pagana. Lo que en estos momentos está en juego es la manera de entender la vida, con Dios o sin Dios, con esperanza de vida eterna o sin más horizonte que los bienes de mundo, que el bienestar a toda costa o el «solo pan», con el que no podemos vivir únicamente. Y esto es muy importante. No da lo mismo una cosa que otra, no da lo mismo para la causa de la lucha contra el hambre, contra la violencia o en favor de la paz, de la justicia, de la libertad y de la dignidad inviolable de la persona humana y su verdad. Todo indica que estamos viviendo el final de una época y que se abre otra. De la crisis económica seguro que saldremos: pueden ser, lo estamos viendo y padeciendo, todavía unos años malos, incluso peores que los que ya han pasado. Pero, saldremos. ¿Y después de la crisis, qué? ¿Pensamos en preparar ese después? Las cosas no pueden seguir igual: no puede continuar la quiebra antropológica y moral que ha dado origen y lugar a esta crisis, que a tantos deja en la cuneta; ni puede seguir viviendo la humanidad condenada o abandonada a reproducir los grandes mitos de Sísifo, de Prometeo, de Dionisio o de Narciso, ni tampoco sumida en un paganismo nihilista y de vacío, ni carcomida por el cáncer de un relativismo tan brutal como el que está recomiendo al hombre inmerso en esta cultura donde se apaga la luz de la verdad, y con ella, el amor, la esperanza y la verdadera libertad.

Por eso urge evangelizar. Los cristianos tenemos que saber leer y mirar la historia con los ojos de la fe y con esos mismos ojos discernir qué es lo que Dios, que lo apuesta todo por el hombre en Jesucristo y su futuro cargado de una esperanza grande, está haciendo y nos está diciendo en estos momentos. ¿Qué significan, si no, en esta mirada, por ejemplo, la convocatoria del «Año de la Fe», o la convocatoria de un Sínodo universal para promover con decisión la transmisión de la fe con una nueva evangelización y con una revitalización de una renovada pastoral de iniciación cristiana, o con la creación de un nuevo dicasterio en la Santa Sede para promover una nueva y firme evangelización, o la celebración de un nuevo Congreso Eucarístico Internacional para fortalecer la comunión eclesial ubicado en una nación como Irlanda, que tantas llamadas de Dios suscita, y todo ello en el umbral mismo de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, el «nuevo Pentecostés» para la Iglesia en la época contemporánea, llamada a evangelizar, urgida por el amor de Jesucristo, camino de la humanidad entera? Por aquí camina el futuro, obra de Dios. La Iglesia tiene una grave y grandísima responsabilidad, que lo es también para todos los cristianos.
Para preparar la nueva época que se avecina, la Iglesia ha de aportar, no oro ni plata, sino el Nombre de Jesucristo, y en este Nombre, decir a la humanidad postrada: «¡Levántate y echa a andar!». Esta es su aportación para la reedificación de una humanidad que puede parecer hecha escombros.
Antonio Cañizares
Cardenal

-Catequesis del Papa sobre la Virgen


San Lucas nos ha dado uno de los cuatro evangelios, dedicado a la vida terrena de Jesús, pero también nos ha dejado aquello que se ha denominado el primer libro sobre la historia de la Iglesia, es decir, los Hechos de los Apóstoles. En estos dos libros, uno de los elementos recurrentes es justamente la oración, sea la de Jesús, sea la de María, de los discípulos, de las mujeres y de la comunidad cristiana. El camino inicial de la Iglesia está marcado principalmente por la acción del Espíritu Santo, que transforma a los apóstoles en testigos de Cristo resucitado hasta el derramamiento de sangre, y de la rápida difusión de la palabra de Dios en oriente y occidente. Sin embargo, antes que la proclamación del evangelio se propague, Lucas narra la historia de la ascensión del Resucitado : A los discípulos el Señor les entrega su programa de vida, dedicada a la evangelización, y les dice: "Recibireis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y sereis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra".  En Jerusalén, los apóstoles que eran once, por la traición de Judas Iscariote, se reunieron en la casa a orar, y justamente en oración esperan el don prometido de Cristo resucitado, el Espíritu Santo.
En este contexto de espera, entre la ascensión y Pentecostés, san Lucas menciona por última vez a María, la madre de Jesús, y su familia. A María le ha dedicado los inicios de su Evangelio, desde el anuncio del ángel hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre. Con María comienza la vida terrena de Jesús y con María comienzan también los primeros pasos de la Iglesia; en ambas ocasiones el clima es de escucha de Dios, de recogimiento. Hoy, por lo tanto, quisiera detenerme sobre esta presencia orante de la Virgen en el grupo de los discípulos, que serán la primera Iglesia naciente. María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública, hasta el pie de la cruz, y ahora continúa siguiendo, con una oración silenciosa, el camino de la Iglesia. En la anunciación, en la casa de Nazaret, María recibe al ángel de Dios, y atenta a sus palabras, lo acoge y responde al designio divino, expresando su total disponibilidad: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra".  María, por la misma actitud interior de escucha, es capaz de leer su propia historia, reconociendo con humildad que es el Señor el que actúa. En la visita a su pariente Isabel, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina que ha llenado su corazón y su vida, haciéndola la Madre del Señor Alabanza, acción de gracias, alegría: en el cántico del Magnificat, María no ve solo lo que Dios ha hecho en ella, sino también a lo que hizo y hace continuamente en la historia. San Ambrosio, en un famoso comentario sobre el Magnificat, invita a tener el mismo espíritu en la oración y dice: "Que en cada uno esté el espíritu de María para alabar al Señor, y esté en cada uno el espíritu individual de María para exultar a Dios
Incluso en el cenáculo de Jerusalén, en la "habitación del piso alto, donde solían reunirse" los discípulos de Jesús en un clima de escucha y de oración, ella está presente, antes de que las puertas se abran de par en par y comiencen a anunciar a Cristo el Señor a todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que les había mandado. Las etapas del camino de María, de la casa de Nazaret a la de Jerusalén, a través de la cruz donde su Hijo la encomienda al apóstol Juan, se caracterizan por la capacidad de mantener un clima persistente de recogimiento, para meditar cada evento en el silencio de su corazón frente a Dios  y en la meditación delante de Dios, hasta entender su voluntad y ser capaz de aceptarla en su interior. La presencia de la Madre de Dios con los once, después de la Ascensión, no es sólo un registro histórico de una cosa del pasado, sino que adquiere un significado de gran valor, porque Ella comparte con ellos lo más valioso: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: preservar la memoria de Jesús y así mantener su presencia.
La última mención de María en los dos escritos de san Lucas se dan en el sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día de silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su Resurrección. Y en este episodio tiene sus raíces la tradición de Santa María en sábado. Entre la Ascensión del Resucitado y el primer pentecostés cristiano, los apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede llegar a ser testigos. Ella, que ya lo ha recibido por haber generado el Verbo encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de cada creyente "sea formado Cristo". Si no hay Iglesia sin Pentecostés, no hay tampoco Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella ha vivido de una forma única, lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo. San Cromacio de Aquilea comenta así el registro de los Hechos de los Apóstoles: "Se reunió por lo tanto la Iglesia, en la habitación del piso superior junto con María, la Madre de Jesús, y junto a sus hermanos. Por consiguiente, no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor... La iglesia de Cristo está allí donde se predica la Encarnación de Cristo en la Virgen, y, donde predican los apóstoles, que son los hermanos del Señor, allí se escucha el evangelio"
El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve, en particular, este vínculo que se manifiesta visiblemente en el orar junto con María y con los Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La constitución dogmática Lumen Gentium afirma: "Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, «perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste», y que también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra." . El lugar privilegiado de María es la Iglesia, que es "proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular…, tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad,
Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia, significa entonces aprender de ella a ser una comunidad que ora: esta es una de las características esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana descrita en los Hechos de los Apóstoles. La oración está a menudo referida a situaciones difíciles, de problemas personales que llevan a dirigirse a su vez al Señor para tener luz, consuelo y ayuda. María nos invita a abrir las dimensiones de la oración, a dirigirnos a Dios no solo en la necesidad y no solo para sí mismo, sino de modo unánime, perseverante, fiel, con un "solo corazón y una sola alma".
Queridos amigos, la vida humana atraviesa diversas etapas de transición, a menudo difíciles y exigentes, que requieren decisiones obligatorias, renuncias y sacrificios. La Madre de Jesús ha sido colocada por el Señor en momentos decisivos de la historia de la salvación y ha sabido responder siempre con plena disponibilidad, fruto de una profunda relación con Dios, madurada en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el domingo de la Resurrección, a ella se le confió el discípulo amado, y con él a toda la comunidad de los discípulos.  Entre la Ascensión y Pentecostés, ella está con y en la Iglesia en oración. Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce su maternidad hasta el final de la historia. Le encomendamos todas las fases del paso de nuestra existencia personal y eclesial, no menos que la de nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos muestra que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su hijo, podemos salir de "nuestra casa", de nosotros mismos, con coraje, para llegar a los confines del mundo y proclamar en todas partes al Señor Jesús, salvador del mundo.

-Intentan separar a Cristo de su Iglesia


No solo en España, sino en muchas partes del mundo, se ataca, se cuestiona, se acusa y se calumnia y se persigue a la Iglesia Católica y lo que esta institución significa. Nada ni nadie escapa a este furibundo ataque. Desde el Papa, a los obispos, sacerdotes y fieles católicos. Desde los dogmas a la moral; desde los Evangelios a la figuras de Jesucristo y la Virgen María.
Todo se cuestiona, todo se tergiversa, todo se niega, todo vale. No son pocos los que dudan y vacilan en su fe, al percibir ese acoso incesante
Olvidan estos tales que la Iglesia no es obra humana, sino obra de Jesucristo, “el Hijo de Dios vivo”, que ha empeñado su palabra divina. Dios no abandonará jamás a su Iglesia y “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”( Mt 18, 18) o aquellas otras “ No temáis Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos”. Son tiempos de prueba que Dios permite para que cada persona se defina libremente si con Él o contra Él. No hay neutralidad posible. Hay que tomar partido.
Es un vano intento pretender separar a Cristo de su Iglesia. De eso se trata por todos los medios. Jamás lo conseguirán. Esta es la verdad de la Iglesia. Dios con ella, aunque ésta sea débil o pecadora, como fueron también los apóstoles de Jesús.
La nave de la Iglesia ya ha experimentado en su no corta andadura de más de 20 siglos, lo que es pasar por momentos de zozobra. Persecuciones y herejías, falsos profetas y embaucadores, cismas y apostasías, deserciones y calumnias, martirios y despojos.
Todas las fuerzas del mal juntas y desatadas y…ahí sigue más viva que nunca, con el testimonio de sus mejores hijos, dispuestos al martirio antes que renegar de su fe. También cada católico puede cantar aquello tan significativo.”Si vienes conmigo y alientas mi fe; si estás a mi lado…¿a quién temeré?. Pues eso.
MIGUEL RIVILLA SAN MARTÍN (en Cartas al Director)