…. de
la carta del papa al director del diario 'La Repubblica'
Le agradezco, en primer lugar, por la atención
con la que leyó la encíclica Lumen Fidei. La cual en la intención de mi amado
predecesor, Benedicto XVI, que la concibió y escribió gran parte, y la que con
gratitud, heredé, se dirige no solo a confirmar en la fe en Jesucristo a
aquellos que en aquella ya se reconocen, sino también para despertar un diálogo
sincero y riguroso con los que, como Usted, se define "un no creyente por
muchos años, interesado y fascinado por la predicación de Jesús de
Nazaret".
Por lo tanto, creo que es muy positivo, no solo
para nosotros individualmente, sino también para la sociedad en la que vivimos,
detenernos para dialogar de algo tan importante como es la fe, que se refiere a
la predicación y a la figura de Jesús.
Creo que hay, en particular, dos circunstancias
que hacen que este diálogo sea hoy sea un deber y algo valioso. La primera de
las circunstancias deriva del hecho que a lo largo de los siglos de la modernidad
, se produjo una paradoja: la fe cristiana, cuya novedad e incidencia sobre la
vida del hombre desde el principio han sido expresados precisamente a través
del símbolo de la luz, a menudo ha sido calificada como la oscuridad de la
superstición que se opone a la luz de la razón. Así entre la Iglesia y la
cultura de inspiración cristiana, por una parte, y la cultura moderna de
carácter iluminista, por la otra, se ha llegado a la incomunicación. Ahora ha
llegado el momento, y el Vaticano II ha inaugurado justamente la estación, de
un diálogo abierto y sin prejuicios que vuelva a abrir las puertas para un
serio y fructífero encuentro.
La segunda circunstancia, para quien busca ser
fiele al don de seguir a Jesús en la luz de la fe, viene del hecho de que este diálogo
no es un accesorio secundario de la existencia del creyente: es en cambio una
expresión íntima e indispensable. Permítame citarle una afirmación en mi
opinión muy importante de la Encíclica: visto que la verdad testimoniada por la
fe es aquella del amor «está claro que la fe no es intransigente, sino que
crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; por
el contrario, la verdad lo hace humilde, consciente de que, más que poseerla
nosotros, es ella la que nos abraza y nos posee. Lejos de ponernos rígidos, la
seguridad de la fe nos pone en camino, y hace posible el testimonio y el
diálogo con todos» (n. 34). Este es el espíritu que anima las palabras que le
escribo.
La fe, para mí, nace de un encuentro con Jesús.
Un encuentro personal, que ha tocado mi corazón y ha dado una dirección y un
nuevo sentido a mi existencia. Pero al mismo tiempo es un encuentro que fue
posible gracias a la comunidad de fe en la que viví y gracias a la cual
encontré el acceso a la sabiduría de la Sagrada Escritura, a la vida nueva que
como agua brota de Jesús a través de los sacramentos, de la fraternidad con
todos y del servicio a los pobres, imagen verdadera del Señor.
Sin la Iglesia –créame--, no habría sido capaz de
encontrar a Jesús , mismo siendo consciente de que el inmenso don que es la fe
se conserva en las frágiles odres de barro de nuestra humanidad. Y es aquí
precisamente, a partir de esta experiencia personal de fe vivida en la Iglesia,
que me siento cómodo al escuchar sus preguntas y en buscar, junto con Usted, el
camino a través del cual podamos, quizás, comenzar a hacer una parte del camino
juntos.
Así es que, es necesario confrontarse con Jesús,
diría yo, en la realidad y la rudeza de su historia, así como se nos relata
sobre todo en el Evangelio más antiguo, el de Marcos.
Observamos entonces que el «escándalo» que la
palabra y la práctica de Jesús causan alrededor de él, derivan de su
extraordinaria «autoridad… No se trata de algo externo o forzado, sino de algo
que emana de su interior y que se impone por sí mismo. Jesús realmente golpea,
confunde, innova a partir de su relación con Dios, llamado familiarmente Abbà,
lo que le da a esta «autoridad» para que él la emplee a favor de los hombres.
Así, Jesús predica «como quien tiene autoridad»,
cura, llama a sus discípulos a seguirle, perdona... cosas todas que en el
Antiguo Testamento, son de Dios y solo de Dios. La pregunta que más retorna en
el Evangelio de Marcos es: «¿Quién es este que ...?» , y que tiene que ver con
la identidad de Jesús, nace de la constatación de una autoridad diferente a la
del mundo, una autoridad que no tiene la intención de ejercer el poder sobre
los demás, sino para servir , para darles la libertad y la plenitud de la vida.
Y esto al punto de jugarse la propia vida, hasta experimentar la incomprensión,
la traición, el rechazo; hasta ser condenado a muerte, hasta caer en el estado
de abandono sobre la cruz.
Pero Jesús se mantuvo fiel a Dios hasta el final.
Y es precisamente entonces --como exclama el centurión romano al pie de la
cruz, en el Evangelio de Marcos--, cuando Jesús se muestra, paradójicamente,
¡como el Hijo de Dios! Hijo de un Dios que es amor y que quiere, con todo su
ser, que el hombre, cada hombre, se descubra y viva también él como su
verdadero hijo. Esto, para la fe cristiana, está certificado por el hecho de
que Jesús ha resucitado: no para demostrar el triunfo sobre aquellos que lo han
rechazado, sino para dar fe de que el amor de Dios es más fuerte que la muerte,
que el perdón de Dios es más fuerte que todo pecado , y que vale la pena
emplear la propia vida, hasta el final, para dar testimonio de este gran
regalo.
La fe cristiana cree que
esto: que Jesús es el Hijo de Dios que vino a dar su vida para abrir a todos el
camino del amor… Porque la encarnación, es decir, el hecho de que el Hijo de
Dios haya venido en nuestra carne y haya compartido alegrías y tristezas,
triunfos y derrotas de nuestra existencia, hasta el grito de la cruz,
experimentando todo en el amor y en la fidelidad al Padre-Abbà, testimonia
el increíble amor que Dios tiene respecto a cada hombre, el valor inestimable
que le reconoce. Cada uno de nosotros, por lo tanto, está llamado a hacer suya
la mirada y la elección del amor de Jesús, para entrar en su manera de ser, de
pensar y de actuar. Esta es la fe.
Usted me pregunta también cómo entender la
originalidad de la fe cristiana, ya que esta se basa precisamente en la
encarnación del Hijo de Dios, en comparación con otras creencias que giran en
trono a la absoluta trascendencia de Dios. La originalidad, diría yo, radica en
el hecho de que la fe nos hace partícipes, en Jesús, en la relación que Él
tiene con Dios, que es Abbà y, de este modo, en la la relación que Él
tiene con todos los demás hombres, incluidos los enemigos, en signo del amor.
La filiación de Jesús, como ella se presenta a la
fe cristiana, no se reveló para marcar una separación insuperable entre Jesús y
todos los demás: sino para decirnos que , en Él, todos estamos llamados a ser
hijos del único Padre y hermanos entre nosotros. La singularidad de Jesús es
para la comunicación, y no para la exclusión. Por cierto, de aquello se deduce
también --y no es poca cosa--, aquella distinción entre la esfera religiosa y
la esfera política, que está consagrado en el «dar a Dios lo que es de Dios y
al César lo que es del César», afirmada claramente por Jesús y en la que, con
gran trabajo, se ha construido la historia de Occidente.
La Iglesia, por lo tanto, está llamada a
diseminar la levadura y la sal del Evangelio, y por lo tanto, el amor y la
misericordia de Dios que llega a todos los hombres, apuntando a la meta
ultraterrena y definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil
y política le toca la difícil tarea de articular y encarnar en la justicia y en
la solidaridad, en el derecho y en la paz, una vida cada vez más humana. Para
los que viven la fe cristiana, eso no significa escapar del mundo o de la investigación
de cualquier hegemonía, pero al servicio de la humanidad, a todo el hombre y a
todos los hombres, a partir de la periferia de la historia y suscitando el
sentido de la esperanza que impulsa a hacer el bien a pesar de todo y mirando
siempre más allá.
También me pregunta si el
Dios de los cristianos perdona a los que no creen y no buscan la fe. Teniendo
en cuenta que --y es la clave-- la misericordia de Dios no tiene límites si nos
dirigimos a Él con un corazón sincero y contrito, la cuestión para quienes no
creen en Dios es la de obedecer a su propia conciencia. El pecado, aún para los
que no tienen fe, existe cuando se va contra la conciencia. Escuchar y
obedecerla significa de hecho, decidir ante lo que se percibe como bueno o como
malo. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de nuestras acciones.
En segundo lugar, Ud. me pregunta si el
pensamiento según el cual no existe ningún absoluto, y por lo tanto ninguna
verdad absoluta, sino solo una serie de verdades relativas y subjetivas, se
trate de un error o de un pecado. Para empezar, yo no hablaría, ni siquiera
para quien cree, de una verdad «absoluta», en el sentido de que absoluto es
aquello que está desatado, es decir, que sin ningún tipo de relación. Ahora, la
verdad, según la fe cristiana, es el amor de Dios hacia nosotros en Cristo
Jesús. Por lo tanto, ¡la verdad es una relación! A tal punto que cada uno de
nosotros la toma, la verdad, y la expresa a partir de sí mismo: de su historia
y cultura, de la situación en la que vive, etc. Esto no quiere decir que la
verdad es subjetiva y variable, ni mucho menos. Pero sí significa que se nos da
siempre y únicamente como un camino y una vida. ¿No lo dijo acaso el mismo
Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»? En otras palabras, la verdad es
en definitiva todo un uno con el amor, requiere la humildad y la apertura para
ser encontrada, acogida y expresada. Por lo tanto, hay que entender bien las
condiciones y, quizás, para salir de los confines de una contraposición...
absoluta, replantear en profundidad el tema. Creo que esto es hoy una necesidad
imperiosa para entablar aquel diálogo pacífico y constructivo que deseaba desde
el comienzo de esta mi opinión.
Estimado doctor Scalfari, concluyo así mis
reflexiones, suscitadas por lo que ha querido decirme y preguntarme. Acójalas
como una respuesta tentativa y provisional, pero sincera y confiada, con la
invitación que le hice de andar una parte del camino juntos. La Iglesia, créame,
a pesar de todos los retrasos, infidelidades, errores y pecados que haya
cometido y todavía pueda cometer en los que la componen, no tiene otro sentido
ni propósito que no sea vivir y dar testimonio de Jesús: Él que fue enviado por
el Abbà «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a
proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la
libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc. 4,
18-19).
Con fraternal cercanía,
Francesco
(hemos resumido algo, el texto completo se puede leer en:
ROMA, 11 de septiembre de 2013 (Zenit.org)