La revelación del amor de Dios sucede después de un gravísimo pecado del pueblo. Apenas se ha concluido el pacto de alianza en el monte Sinaí, el pueblo ya falta a la fidelidad a Dios. La ausencia de Moisés se prolonga y el pueblo pide a Aarón que haga un Dios que sea visible, accesible, maniobrable, a la medida del hombre. Aaron consiente, y prepara el becerro de oro. Descendiendo del Sinaí, Moisés ve lo que ha sucedido y rompe las tablas de la alianza, dos piedras sobre las que estaban escritas las "Diez Palabras", el contenido concreto del pacto con Dios. Todo parece perdido, la amistad rota. Sin embargo, no obstante este gravísimo pecado del pueblo, Dios, por la intercesión de Moisés, decide perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte par recibir de nuevo su ley, los diez Mandamientos. Moisés pide ahora a Dios que se revele, que le haga ver su rostro. Pero Dios no muestra el rostro, revela mas bien estar lleno de bondad con estas palabras: "El Señor, Dios misericordioso y piadoso, lento a la cólera y rico en amor y fidelidad" (Ex 34,8). Esta auto definición de Dios manifiesta su amor misericordioso: un amor que vence el pecado, lo cubre, lo elimina. No puede hacernos revelación mas clara. Nosotros tenemos un Dios que renuncia a destruir al pecador y que quiere manifestar su amor todavía de manera más profunda y sorprendente propiamente frente al pecador para ofrecer siempre la posibilidad de la conversión y del perdón.
En el mundo hay mal, egoísmo, maldad y Dios podría venir para juzgar al mundo, para destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En cambio Él muestra que ama al mundo, que ama al hombre, no obstante su pecado, y envía lo más precioso que tiene: su Hijo unigénito. Y no sólo Lo envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que ha nacido para nosotros, que ha vivido para nosotros, que ha curado a los enfermos, perdonado los pecados, recibido a todos. Respondiendo al amor que viene del Padre, el Hijo ha dado su misma vida por nosotros: sobre la cruz el amor misericordioso de Dios alcanza el culmen. Y es sobre la cruz que el Hijo de Dios nos obtiene la participación la vida eterna, que nos viene comunicada con el don del Espíritu Santo. Así en el misterio de la cruz están presentes las tres Personas divinas: el Padre, que dona a su Hijo unigénito para la salvación del mundo; el Hijo, que cumple hasta el fondo el designio del Padre; el Espíritu Santo -infundido por Jesús en el momento de la muerte- que viene a hacernos participes de la vida divina, a transformar nuestra existencia, para que sea animada por el amor divino.
También aquí de hecho, como en otros lugares, no faltan dificultades y obstáculos, debido sobre todo a modelos hedonísticos que ofuscan la mente y amenazan con anular toda moralidad. Se ha insinuado la tentación de considerar que la riqueza del hombre no es la fe, sino su poder personal y social, su inteligencia, su cultura y su capacidad de manipulación científica, tecnológica y social de la realidad. Así, también en esta tierra, se ha empezado a sustituir la fe y los valores cristianos por presuntas riquezas, que se revelan, al final, inconsistentes e incapaces de sostener la gran promesa de lo verdadero, del bien, de lo bello y justo que por siglos sus mayores han identificado con la experiencia de la fe. No van olvidadas las crisis de no pocas familias, agravada por la difusa fragilidad psicológica y espiritual de los cónyuges, como también la fatiga experimentada por muchos educadores en el obtener continuidad formativa en los jóvenes, condicionados por múltiples precariedades, la primera entre todas aquella del rol social y de la posibilidad de trabajo.
Hoy quisiera recordar el célebre episodio en el que el Señor estaba en camino y uno – un joven – corrió a su encuentro y, arrodillándose, le planteó esta pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?" (Mc 10,17). Nosotros hoy quizás no lo diríamos así, pero el sentido de la pregunta es precisamente: qué tengo que hacer, cómo debo vivir para vivir realmente, para encontrar la vida. Por tanto, dentro de este interrogante podemos ver contenida la amplia y variada experiencia humana que se abre en busca del significado, del sentido profundo de la vida: cómo vivir, para qué vivir. La “vida eterna”, de hecho, a la que hace referencia ese joven del Evangelio no indica solamente la vida después de la muerte, no quiere sólo saber cómo llegar al cielo. Quiere saber: cómo debo vivir ahora para tener ya la vida que después podrá ser eterna. Por tanto en esta pregunta este joven manifiesta la exigencia de que la existencia cotidiana encuentre sentido, encuentre plenitud, encuentre verdad. El hombre no puede vivir sin esta búsqueda de la verdad sobre sí mismo – qué soy, para qué debo vivir – verdad que empuje a abrir el horizonte y a ir más allá de lo material, no para huir de la realidad, sino para vivirla de modo aún más verdadero, más rico de sentido y de esperanza, y no sólo en la superficialidad. Y creo que ésta – y lo he visto y oído en las palabras de vuestro amigo – es también vuestra experiencia. Los grandes interrogantes que llevamos dentro de nosotros permanecen siempre, renacen siempre: ¿quienes somos?, ¿de dónde venimos? ¿para qué vivimos? Y estas preguntas son el signo más alto de la trascendencia del ser humano y de la capacidad que tenemos de no quedarnos en la superficie de las cosas. Y es precisamente mirándonos a nosotros mismos con verdad, con sinceridad y con valor como intuimos la belleza, pero también la precariedad de la vida, y sentimos una insatisfacción, una inquietud que nada concreto consigue llenar. Al final, todas las promesas se muestran a menudo insuficientes.
Queridos amigos, os invito a tomas conciencia de esta sana y positiva inquietud, a no tener miedo de plantearos las preguntas fundamentales sobre el sentido y el valor de la vida. No os quedéis en las respuestas parciales, inmediatas, ciertamente más fáciles en el momento y más cómodas, que pueden dar algún momento de felicidad, de exaltación, de ebriedad, pero que no dan la verdadera alegría de vivir, la que nace de quien construye – como dice Jesús – no sobre la arena sino sobre la sólida roca. Aprended entonces a reflexionar, a leer de modo no superficial, sino en profundidad vuestra experiencia humana: ¡descubriréis, con sorpresa y con alegría, que vuestro corazón es una ventana abierta al infinito! Esta es la grandeza del hombre y también su dificultad. Una de las ilusiones producidas en el curso de la historia es la de pensar que el progreso técnico-científico, de modo absoluto, habría podido dar respuestas y soluciones a todos los problemas de la humanidad. Y vemos que no es así. En realidad, aunque eso hubiese sido posible, nada ni nadie habría podido borrar las preguntas más profundas sobre el significado de la vida y de la muerte, sobre el significado del sufrimiento, de todo, porque estas preguntas están inscritas en el alma humana, en nuestro corazón, y sobrepasan la esfera de las necesidades. El hombre, también en la era del progreso científico y tecnológico – que nos ha dado tanto – sigue siendo un ser que desea más, más que la comodidad y el bienestar, sigue siendo un ser abierto a la verdad entera de la existencia, que no puede detenerse en las cosas materiales, sino que se abre a un horizonte mucho más amplio. Todo esto vosotros lo experimentáis continuamente cada vez que os preguntáis: ¿pero por qué? Cuando contempláis un ocaso, o una música mueve en vosotros el corazón y la mente; cuando experimentáis qué significa amar de verdad; cuando sentís fuertemente el sentido de la justicia y de la verdad, y cuando sentís también la falta de justicia, de verdad y de felicidad.
Queridos jóvenes, la experiencia humana es una realidad que nos une a todos, pero a ésta se pueden dar diversos niveles de significado. Y es aquí donde se decide de qué forma orientar la propia vida y se elige a quién confiarla, a quién confiarse. El riesgo es siempre el de permanecer prisioneros en el mundo de las cosas, de lo inmediato, de lo relativo, de lo útil, perdiendo la sensibilidad por lo que se refiere a nuestra dimensión espiritual. No se trata en absoluto de despreciar el uso de la razón o de rechazar el progreso científico, al contrario; se trata más bien de comprender que cada uno de nosotros no está hecho sólo de una dimensión "horizontal", sino que comprende también la "vertical". Los datos científicos y los instrumentos tecnológicos no pueden sustituir al mundo de la vida, a los horizontes del significado y de la libertad, a la riqueza de las relaciones de amistad y de amor.
Queridos jóvenes, es precisamente en la apertura a la verdad entera de nosotros, de nosotros mismos y del mundo donde advertimos la iniciativa de Dios hacia nosotros. Él sale al encuentro de cada hombre y le hace conocer el misterio de su amor. En el Señor Jesús, que murió por nosotros y nos ha dado el Espíritu Santo, hemos sido hechos incluso partícipes de la vida misma de Dios, pertenecemos a la familia de Dios. En Él, en Cristo, podéis encontrar las respuestas a las preguntas que acompañan vuestro camino, no de modo superficial, fácil, sino caminando con Jesús, viviendo con Jesús. El encuentro con Cristo no se resuelve en la adhesión a una doctrina, a una filosofía, sino que lo que Él os propone es compartir su misma vida, y así aprender a vivir, aprender qué es el hombre, qué soy yo. A ese joven, que le había preguntado qué hacer para entrar en la vida eterna, es decir, para vivir de verdad, Jesús le responde, invitándolo a separarse de sus bienes y añade: "¡Ven! ¡Sígueme!" (Mc 10,21). La palabra de Cristo muestra que vuestra vida encuentra significado en el misterio de Dios, que es Amor: un Amor exigente, profundo, que va más allá de la superficialidad. ¿Qué sería de vuestra vida sin ese amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el final de los tiempos, cuando llevará a cumplimiento su proyecto de salvación. En el Señor Resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza. Cristo mismo, que descendió a las profundidades de la muerte y está resucitado, es la esperanza en persona, es la Palabra definitiva pronunciada sobre nuestra historia, es una palabra positiva.
No temáis afrontar las situaciones difíciles, los momentos de crisis, las pruebas de la vida, porque el Señor os acompaña, está con vosotros. Os animo a crecer en la amistad con Él a través de la lectura frecuente del Evangelio y de toda la Sagrada Escritura, la participación fiel en la Eucaristía como encuentro personal con Cristo, el compromiso dentro de la comunidad eclesial, el camino con un guía espiritual válido. Transformados por el Espíritu Santo podréis experimentar la auténtica libertad, que es tal cuando está orientada al bien. De este modo vuestra vida, animada por una continua búsqueda del rostro del Señor y por la voluntad sincera de donaros a vosotros mismos, será para muchos coetáneos vuestros un signo, una llamada elocuente a hacer que el deseo de plenitud que está en todos nosotros se realice finalmente en el encuentro con el Señor Jesús. ¡Dejad que el misterio de Cristo ilumine toda vuestra persona! Entonces podréis llevar en los diversos ambientes esa novedad que puede cambiar las relaciones, las instituciones, las estructuras para construir un mundo más justo y solidario, animado por la búsqueda del bien común. ¡No cedáis a lógicas individualistas y egoístas! Que os conforte el testimonio de tantos jóvenes que han llegado a la meta de la santidad: pensad en santa Teresa del Niño Jesús, santo Domingo Savio, santa Maria Goretti, el beato Pier Giorgio Frassati, el beato Alberto Marvelli – que es de esta tierra – y tantos otros, desconocidos para nosotros, pero que vivieron su tiempo en la luz y en la fuerza del Evangelio y que encontraron la respuesta: cómo vivir, qué tengo que hacer para vivir.
Como conclusión de este encuentro, quiero confiar a cada uno de vosotros a la Virgen María, Madre de la Iglesia. Que como ella, podáis pronunciar y renovar vuestro “sí” y proclamar siempre la grandeza del Señor con vuestra vida, porque Él os da palabras de vida eterna. Ánimo entonces, queridos y queridas, en vuestro camino de fe y de vida cristiana también yo estoy siempre cerca de vosotros y os acompaño con mi Bendición. Benedicto XVI