La doble esperanza en la venida del Señor. ¡Maran atha!
El nacimiento de Cristo, que la Iglesia empieza a preparar durante el Adviento, «no extingue la expectativa del Antiguo Testamento» de la llegada del Mesías; más bien, «la transforma y robustece, orientándola hacia la segunda venida». La liturgia y las figuras del Adviento unen, así, el Antiguo y el Nuevo Testamento
Adviento, la venida... Es éste el tiempo de la gozosa expectación del Señor. Tiempo, por tanto, destinado a la meditación en torno a la esperanza. En efecto, la liturgia de estas cuatro semanas que preceden a la Navidad vuelve, una y otra vez, sobre este tema, recogiendo textos proféticos del Antiguo Testamento, que aúna la esperanza ardiente de la llegada del Mesías con la visión neotestamentaria del segundo advenimiento, al final de los tiempos, cuando llegue la hora del Juicio y la Parusía.
Dos son, en rigor, las ideas centrales desarrolladas por los textos litúrgicos de este tiempo: la penitencia y la esperanza. El recogimiento y la purificación se mezclan al ¡Gaudete!, ¡Alegraos!, que es la invocación constante con que se quiere recordar a los fieles el gozo que esta espera trae consigo. Aguardando la venida del Salvador, deben dejar transcurrir los cristianos estos días; mas la expectación entraña, a la vez, una actitud de ascesis, de transformación íntima para purificar el espíritu antes de la jornada gloriosa de la Navidad. La metanoia, la conversión en el hombre nuevo de que habla san Pablo, tal es el verdadero sentido de esta actitud de penitente propia del Adviento.
Tres figuras a la espera
Tres figuras se destacan en los textos que la Iglesia propone a nuestra meditación en estas semanas previas a la Navidad: Isaías, san Juan Bautista y María. En estas tres figuras se encarna la visión cristiana de la esperanza.
El primero es el profeta de la expectación mesiánica, mas en él también se anuncia a María, a través de cuyo fiat se operará el misterio de la Encarnación: He aquí que la doncella dará a luz un hijo y le llamará «Emmanuel». San Juan Bautista es el que prepara los caminos del Señor por medio de la penitencia y del bautismo: revistiendo sus actos de ejemplar humildad, no ignora que su misión consiste en anunciar al que viene, y, por tanto, él mismo debe oscurecerse para hacer brillar tan sólo la presencia del Salvador: Conviene que yo desaparezca. La Virgen, con su aceptación -Hágase en mí según tu palabra- lo hace posible todo; aguarda, consciente de las maravillas que en ella ha hecho el Señor, a que surja de su seno el Redentor del mundo, mas en su visión ya aparece, junto a la figura del Mesías glorioso, la del varón de dolores, del hijo que se ofrece como víctima en el ara de la cruz. Vincúlase así, en indiscernible unión, el tiempo de Adviento con el Misterio Pascual, pues la venida del Redentor envuelve ya el anuncio, a los ojos de María, de la Pasión y de la Resurrección.
La esperanza que acompaña el despliegue de la liturgia anterior a Navidad se manifiesta fundamentalmente en dos direcciones: la esperanza del Mesías y la esperanza del Reino, esto es, la Parusía. Cristo, con su nacimiento, no extingue la expectativa del Antiguo Testamento: la transforma y robustece, orientándola hacia la segunda venida. En modo alguno podría pensarse en una ruptura entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, antes bien es lo cierto que el mesianismo de aquél desemboca en éste, siendo justamente Juan Bautista el nexo vivo que los enlaza y armoniza. Por lo que hace a María, no sólo es ella el camino por donde se cumplen las promesas mesiánicas, pues también los textos sagrados la conciben como Madre e intercesora, que nos ayuda a esperar, o por mejor decir, que nos ayuda a hacer de nuestra existencia un acto de continua esperanza. No en vano aparece, rodeada del vivo resplandor de Adviento, la mayor de las festividades de la Virgen, la que celebra su Inmaculada Concepción.
Ven, Señor Jesús
La visión del reino futuro se da con máxima claridad en la teología de san Pablo, pudiéndose encerrar el contenido fundamental de sus Epístolas en la expresión anhelante que brota de los labios de la Iglesia: ¡Maran atha!, Ven, Señor, ven.
La Iglesia ve, por su parte, en la Comunión, una fuente de la esperanza cristiana. La institución de la Eucaristía en las palabras de la Última Cena, une ya la memoria del Salvador, por parte de los creyentes, a su espera gloriosa. Cuantas veces comáis de este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga. Tal era la actitud de los primeros cristianos, para quienes la Eucaristía poseía una clara orientación escatológica, esto es, una esperanza dirigida hacia el final de los tiempos.
Nunca han necesitado tanto los hombres que la esperanza venga a levantar sobre ellos una luz que les guíe y dé sentido a sus existencias, como en estos tiempos de angustia ensombrecidos por toda clase de amenazas. Nada parece, por tanto, tan urgente como un retorno a las fuentes vivas de la esperanza humana, en la Buena Nueva predicada por Jesucristo. El magisterio de la Iglesia, en estos días de Adviento, renueva a todos los hombres el perenne mensaje de esperanza que fluye de la escena de Jesús, niño, iluminando al mundo desde el portal de Belén.