domingo, 22 de abril de 2012

- Misericordia para encontrar paz y felicidad


Fuera de la misericordia no existe otra fuente de esperanza para el hombre

El Beato Juan Pablo II fue quien instituyó que en el Segundo Domingo de Pascua -que hoy celebramos- se conmemorase en la Iglesia la fiesta del “Domingo de la Divina Misericordia”. En el origen de la intuición del Pontífice estaba una joven religiosa polaca de principios del siglo XX, que murió con tan solo 33 años de edad: Santa Faustina Kowalska. Su vida transcurrió durante los años en los que Europa era azotada por la llamada Gran Guerra (la Primera Guerra Mundial), y falleció a las puertas de la Segunda Guerra Mundial. Su vocación religiosa parecía estar marcada por el dolor de la humanidad, hasta el punto de que su experiencia mística le llevó a ofrecerse a Dios como “víctima voluntaria” por la salvación del mundo, especialmente por tantas almas sufrientes de su tiempo y de toda la historia. Os recomiendo que os acerquéis a conocer su vida y su mensaje.
Pero más allá de los hechos históricos que puedan estar relacionados con el origen de la fiesta litúrgica que hoy celebramos, el misterio de la MISERICORDIA se presenta como el mensaje central del cristianismo: Dios es AMOR y su relación con nosotros está fundada en la MISERICORDIA. Cuando conocemos y gustamos interiormente de este misterio, el horizonte de nuestra vida se llena de esperanza. Y por el contrario, cuando ignoramos o rechazamos la misericordia de Dios, inevitablemente, somos presa de la infelicidad. Nosotros creemos firmemente que en la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz y el hombre, la felicidad.
…..Este es el primer mensaje que quisiera transmitiros en el día de la Divina Misericordia: Que el sufrimiento que habéis padecido y que continuáis padeciendo, no os impida conocer y experimentar la bondad de Dios, la confianza en el prójimo y la esperanza en un futuro mejor. ….
Jesús nos habla en el Evangelio de la necesidad de ‘nacer de nuevo’ para poder entrar en el Reino de los Cielos (Mt 18, 1-7),  y me atrevería a añadir que también para alcanzar la felicidad en esta vida. Su mensaje es absolutamente válido para todos nosotros. Nadie ha de ser ajeno a esta invitación a ‘nacer de nuevo’ que Cristo nos hace:
Quizás alguno se pregunte qué camino es el que hay que recorrer para poder nacer de nuevo. Pues bien, Jesús nos dice en el Evangelio de San Juan: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto -el que no nazca del agua y del espíritu- no puede entrar en el Reino de los Cielos” (Jn 3, 3-5).
Queridos hermanos, la clave para  ese nuevo nacimiento “de lo alto” que nos pide Jesús en el Evangelio es la “MISERICORDIA”. La misericordia no es otra cosa que el Amor que se prodiga en sanar las heridas de los que sufren. La misericordia es el “amor en acción”, el amor que se ‘despoja’ y se ‘arremanga’ para acercarse al misterio del dolor, llevando la esperanza de la Resurrección.

Me explico:
a)      Por una parte, necesitamos abrirnos a la misericordia, y especialmente a la misericordia divina. O dicho de otra forma, tenemos que aprender a dejarnos amar por Dios, así como por los seres queridos que nos rodean: Solamente así podrán sanar nuestras heridas, esas heridas que la violencia terrorista ha generado en nuestros corazones… ¡Dejarse querer o dejarse amar, no es algo tan obvio ni tan fácil como podría parecer a simple vista! Cuando se ha padecido la crueldad de la violencia, con frecuencia ocurre que se sufren traumas, que dificultan la confianza en las personas del propio entorno, e incluso en el mismo ser humano.
¡Qué importante y necesaria puede llegar a ser en este camino de sanación una profunda experiencia de oración! En el Evangelio que hemos proclamado en este Domingo de la Divina Misericordia se ha narrado el episodio del Apóstol Tomás tocando las llagas de Jesús Resucitado, y sanando de esta forma su incredulidad. También nosotros necesitamos tocar a Jesús en la oración; o mejor aún, dejar que Él toque nuestras llagas, nuestras heridas, para que puedan ser sanadas.
b)      Pero, en segundo lugar, para poder acoger la misericordia que necesitamos, es preciso practicarla con los que la necesitan tanto o más que nosotros, e incluso con quienes la necesitan menos que nosotros. La mejor terapia para sanar nuestras heridas, es la práctica generosa de la misericordia con las personas que nos rodean. Ésta es una de las paradojas del mensaje de Cristo: para sanar nuestras heridas, es necesario que nos ofrezcamos como ‘sanadores’ del prójimo. Para poder ser ‘hijos de la misericordia’, tenemos que ser ‘padres de misericordia’. Porque dando se recibe; y olvidándonos de nosotros mismos, es como llegamos a encontrarnos… ¡Ésta es la lógica y la dinámica sanadora del Evangelio!: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).
Mis queridos hermanos, las heridas de la violencia terrorista sólo pueden ser sanadas por el bálsamo de la misericordia, que se recibe al mismo tiempo que se da, ya que la misericordia no es otra cosa que el amor gratuito que nace de Dios y que se prodiga de modo especial en aquellos que sufren. Como dijo Juan Pablo II al inaugurar el Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia: "Fuera de la misericordia no existe otra fuente de esperanza para el hombre" (17 de agosto de 2002).
. Nuestro amado Juan Pablo II tenía preparada una alocución para el Domingo de la Divina Misericordia, que no pudo pronunciar, ya que falleció la víspera. Sin embargo, quiso que ese texto se leyera y publicara como su mensaje póstumo: «A la Humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece, como don, su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!».
¡Jesús, confío en ti, confiamos en ti!
+ José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de San Sebastián