Fuera de la misericordia no existe otra fuente de esperanza para el hombre
El Beato Juan Pablo II fue quien instituyó que en el Segundo
Domingo de Pascua -que hoy celebramos- se conmemorase en la Iglesia la fiesta
del “Domingo de la Divina Misericordia”. En el origen de la intuición del
Pontífice estaba una joven religiosa polaca de principios del siglo XX, que
murió con tan solo 33 años de edad: Santa Faustina Kowalska. Su vida
transcurrió durante los años en los que Europa era azotada por la llamada Gran Guerra
(la Primera Guerra Mundial), y falleció a las puertas de la Segunda Guerra
Mundial. Su vocación religiosa parecía estar marcada por el dolor de la
humanidad, hasta el punto de que su experiencia mística le llevó a ofrecerse a
Dios como “víctima voluntaria” por la salvación del mundo, especialmente por
tantas almas sufrientes de su tiempo y de toda la historia. Os recomiendo que
os acerquéis a conocer su vida y su mensaje.
Pero más allá de los hechos históricos que puedan estar
relacionados con el origen de la fiesta litúrgica que hoy celebramos, el
misterio de la MISERICORDIA se presenta como el mensaje central del
cristianismo: Dios es AMOR y su relación con nosotros está fundada en la
MISERICORDIA. Cuando conocemos y gustamos interiormente de este misterio, el
horizonte de nuestra vida se llena de esperanza. Y por el contrario, cuando
ignoramos o rechazamos la misericordia de Dios, inevitablemente, somos presa de
la infelicidad. Nosotros creemos firmemente que en la misericordia de Dios el
mundo encontrará la paz y el hombre, la felicidad.
…..Este es el primer mensaje que quisiera transmitiros en el
día de la Divina Misericordia: Que el sufrimiento que habéis padecido y que
continuáis padeciendo, no os impida conocer y experimentar la bondad de Dios,
la confianza en el prójimo y la esperanza en un futuro mejor. ….
Jesús nos habla en el Evangelio de la necesidad de ‘nacer de
nuevo’ para poder entrar en el Reino de los Cielos (Mt 18, 1-7), y me atrevería a añadir que también
para alcanzar la felicidad en esta vida. Su mensaje es absolutamente válido
para todos nosotros. Nadie ha de ser ajeno a esta invitación a ‘nacer de nuevo’
que Cristo nos hace:
Quizás alguno se pregunte qué camino es el que hay que
recorrer para poder nacer de nuevo. Pues bien, Jesús nos dice en el Evangelio
de San Juan: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto -el que
no nazca del agua y del espíritu- no puede entrar en el Reino de los Cielos” (Jn
3, 3-5).
Queridos hermanos, la clave para ese nuevo nacimiento “de lo alto” que nos pide Jesús en el
Evangelio es la “MISERICORDIA”. La misericordia no es otra cosa que el Amor que
se prodiga en sanar las heridas de los que sufren. La misericordia es el “amor
en acción”, el amor que se ‘despoja’ y se ‘arremanga’ para acercarse al
misterio del dolor, llevando la esperanza de la Resurrección.
Me explico:
a) Por una parte, necesitamos abrirnos
a la misericordia, y especialmente a la misericordia divina. O dicho de otra
forma, tenemos que aprender a dejarnos amar por Dios, así como por los seres
queridos que nos rodean: Solamente así podrán sanar nuestras heridas, esas
heridas que la violencia terrorista ha generado en nuestros corazones… ¡Dejarse
querer o dejarse amar, no es algo tan obvio ni tan fácil como podría parecer a
simple vista! Cuando se ha padecido la crueldad de la violencia, con frecuencia
ocurre que se sufren traumas, que dificultan la confianza en las personas del
propio entorno, e incluso en el mismo ser humano.
¡Qué importante y necesaria puede llegar a ser en este
camino de sanación una profunda experiencia de oración! En el Evangelio que
hemos proclamado en este Domingo de la Divina Misericordia se ha narrado el
episodio del Apóstol Tomás tocando las llagas de Jesús Resucitado, y sanando de
esta forma su incredulidad. También nosotros necesitamos tocar a Jesús en la
oración; o mejor aún, dejar que Él toque nuestras llagas, nuestras heridas,
para que puedan ser sanadas.
b) Pero, en segundo lugar, para poder
acoger la misericordia que necesitamos, es preciso practicarla con los que la
necesitan tanto o más que nosotros, e incluso con quienes la necesitan menos
que nosotros. La mejor terapia para sanar nuestras heridas, es la práctica
generosa de la misericordia con las personas que nos rodean. Ésta es una de las
paradojas del mensaje de Cristo: para sanar nuestras heridas, es necesario que
nos ofrezcamos como ‘sanadores’ del prójimo. Para poder ser ‘hijos de la
misericordia’, tenemos que ser ‘padres de misericordia’. Porque dando se recibe;
y olvidándonos de nosotros mismos, es como llegamos a encontrarnos… ¡Ésta es la
lógica y la dinámica sanadora del Evangelio!: “Bienaventurados los
misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).
Mis queridos hermanos, las heridas de la violencia
terrorista sólo pueden ser sanadas por el bálsamo de la misericordia, que se
recibe al mismo tiempo que se da, ya que la misericordia no es otra cosa que el
amor gratuito que nace de Dios y que se prodiga de modo especial en aquellos
que sufren. Como dijo Juan Pablo II al inaugurar el Santuario de la Divina
Misericordia en Cracovia: "Fuera de la misericordia no existe otra fuente
de esperanza para el hombre" (17 de agosto de 2002).
. Nuestro amado Juan Pablo II tenía preparada una alocución
para el Domingo de la Divina Misericordia, que no pudo pronunciar, ya que
falleció la víspera. Sin embargo, quiso que ese texto se leyera y publicara
como su mensaje póstumo: «A la Humanidad, que a veces parece extraviada y
dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le
ofrece, como don, su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la
esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta
necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!».
¡Jesús, confío en ti, confiamos en ti!
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José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de San Sebastián