Hemos acompañado en la fe a Jesús en el recorrido del último trecho de su camino terrenal, el más doloroso, el del Calvario. Hemos escuchados el clamor de la muchedumbre, las palabras de condena, las burlas de los soldados, el llanto de la Virgen María y de las mujeres. Ahora estamos sumidos en el silencio de esta noche, en el silencio de la cruz, en el silencio de la muerte. Es un silencio que lleva consigo el peso del dolor del hombre rechazado, oprimido y aplastado; el peso del pecado que le desfigura el rostro, el peso del mal. Esta noche hemos revivido, en el profundo de nuestro corazón, el drama de Jesús, cargado del dolor, del mal y del pecado del hombre.
¿Que queda ahora ante nuestros ojos? Queda un Crucifijo, una Cruz elevada sobre el Gólgota, una Cruz que parece señalar la derrota definitiva de Aquel que había traído la luz a quien estaba sumido en la oscuridad, de Aquel que había hablado de la fuerza del perdón y de la misericordia, que había invitado a creer en el amor infinito de Dios por cada persona humana. Despreciado y rechazado por los hombres, está ante nosotros el «hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, despreciado y evitado de los hombres, ante el cual se ocultaban los rostros» (Is 53, 3).
Pero miremos bien a este hombre crucificado entre la tierra y el cielo, contemplémosle con una mirada más profunda, y descubriremos que la Cruz no es el signo de la victoria de la muerte, del pecado y del mal, sino el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos hasta él. La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a creer que en cada situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte, el pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo de Dios, está el germen de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro de la tierra.
En esta noche cargada de silencio, cargada de esperanza, resuena la invitación que Dios nos dirige a través de las palabras de san Agustín: «Tened fe. Vosotros vendréis a mí y gustareis los bienes de mi mesa, así como yo no he rechazado saborear los males de la vuestra… Os he prometido la vida… Como anticipo os he dado mi muerte, como si os dijera: “Mirad, yo os invito a participar en mi vida… Una vida donde nadie muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento no perece, repara las fuerzas y nunca se agota. Ved a qué os invito… A la amistad con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos..., a participar en mi vida”»
Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en la oración: Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir en nosotros el «hombre viejo», atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos «hombres nuevos», hombres y mujeres santos, transformados y animados por tu amor.