El Papa explica el pasaje de Emaús y lo aplica hoy
El Evangelio del episodio de los discípulos de Emaús (Lucas 24, 13-35), un relato que nunca acaba de sorprendernos y conmovernos. Este episodio muestra las consecuencias que Jesús resucitado actúa en los discípulos: conversión de la desesperación a la esperanza; conversión de la tristeza a la alegría; y también conversión a la vida comunitaria. A veces, cuando se habla de conversión, se piensa únicamente a su aspecto cansado, de desapego y de renuncia. En cambio, la conversión cristiana es también y sobre todo fuente de gozo, de esperanza y de amor. Ella es siempre obra de Jesús resucitado, Señor de la vida, que nos ha obtenido esta gracia por medio de su pasión y que nos la comunica con la fuerza de su resurrección.
Como en el pasado, cuando las Iglesias se distinguieron por el fervor apostólico y el dinamismo pastoral, también hoy es necesario promover y defender con valor la verdad y la unidad de la fe. Es necesario dar cuenta de la esperanza cristiana al hombre moderno, agobiado por grandes e inquietantes problemáticas que ponen en crisis los cimientos mismos de su ser y actuar.
Vivís en un contexto en el cual el cristianismo se presenta como la fe que ha acompañado, por siglos, el camino de tantos pueblos, incluso a través de las persecuciones y pruebas más duras. De esta fe son elocuentes expresiones los múltiples testimonios diseminados por todas partes: las iglesias, las obras de arte, los hospitales, las bibliotecas, las escuelas; el ambiente mismo de vuestras ciudades, así como los campos y las montañas, todos salpicados de referencias a Cristo. Sin embargo, hoy este ser de Cristo corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de sus contenidos más profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte que sólo toca la vida superficialmente, en sus aspectos más bien sociales y culturales; corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la experiencia de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino de la existencia, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy a propósito de los dos discípulos de Emaús, los cuales, tras la crucifixión de Jesús, regresaban a casa apoderados por la duda, la tristeza y la desilusión. Tal actitud tiende, lamentablemente, a difundirse también en vuestro territorio: esto ocurre cuando los discípulos de hoy se alejan de la Jerusalén del Crucificado y del Resucitado, cuando dejan de creer en la potencia y en la presencia viva del Señor. El problema del mal, del dolor y del sufrimiento, el problema de la injusticia y del abuso, el miedo a los demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan hasta nuestras tierras y parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los cristianos de hoy a decir con tristeza: esperábamos que el Señor nos liberara del mal, del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la injusticia.
Por tanto, es necesario para cada uno de nosotros, como ocurrió a los dos discípulos de Emaús, aprender la enseñanza de Jesús: ante todo escuchando y amando la Palabra de Dios, leída en el misterio pascual, para que inflame nuestro corazón e ilumine nuestra mente, nos ayude a interpretar los acontecimientos de la vida y a darles un sentido. Luego es necesario sentarse a la mesa con el Señor, convertirse en sus comensales, para que su presencia humilde en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre nos restituya la mirada de la fe, para mirar todo y a todos con los ojos de Dios, y la luz de su amor. Permanecer con Jesús que permaneció con nosotros, asimilar su estilo de vida entregada, escoger con él la lógica de la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una constante invitación a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un don a Dios y a los demás.
El Evangelio refiere también que los dos discípulos, tras haber reconocido a Jesús en el partir el pan, "levantándose en el momento, se volvieron a Jerusalén" (Lucas 24,33). Sienten la necesidad de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia vivida: el encuentro con el Señor resucitado. Hay un gran esfuerzo por cumplir para que cada cristiano, aquí como en cada parte del mundo, se transforme en testigo, listo a anunciar con vigor y con gozo el evento de la muerte y de la resurrección de Cristo. Conozco el cuidado que ponéis para tratar de comprender las razones del corazón del hombre moderno y cómo, refiriéndoos a las antiguas tradiciones cristianas, os preocupáis por demarcar las líneas programáticas de la nueva evangelización, mirando con atención a los numerosos desafíos del tiempo presente y repensando el futuro. Con mi presencia deseo apoyar vuestra obra e infundir en todos confianza en el intenso programa pastoral puesto en marcha por vuestros pastores, auspiciando un fructífero compromiso por parte de todos los componentes de la comunidad eclesial.
También un pueblo tradicionalmente católico puede experimentar o asimilar casi de manera inconsciente, los contragolpes de la cultura que termina por insinuar una manera de pensar en la que el mensaje evangélico es abiertamente rechazado u obstaculizado subrepticiamente. Sé lo grande que ha sido y sigue siendo vuestro compromiso por defender los perennes valores de la fe cristiana. Os aliento a no ceder jamás a las recurrentes tentaciones de la cultura hedonista y a los llamados del consumismo materialista. Acoged la invitación del apóstol Pedro, presente en la segunda lectura de hoy, a comportaros "con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación" (1 Pedro 1, 17): invitación que se concreta en una existencia vivida intensamente en las calles de nuestro mundo, con la conciencia de la meta que hay que alcanzar: la unidad con Dios, en Cristo crucificado y resucitado. De hecho nuestra fe y nuestra esperanza están dirigidas hacia Dios (cfr 1 Pedro 1, 21): dirigidas a Dios porque radicadas en El, fundadas sobre su amor y sobre su fidelidad. En los siglos pasados, vuestras Iglesias han conocido una rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos gracias a la obra de vigorosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa. Si queremos ponernos a la escucha de su enseñanza espiritual, no nos es difícil reconocer la llamada personal e inconfundible que nos dirigen: ¡Sed santos! ¡Poned en el centro de vuestra vida a Cristo! Construid sobre él el edificio de vuestra existencia. En Jesús encontraréis la fuerza para abriros a los otros y para hacer de vosotros mismos, con su ejemplo, un don para toda la humanidad.