Acaba de terminar, en la basílica de San Pedro, la
celebración eucarística en la que he ordenado a nueve presbíteros nuevos para la
diócesis de Roma. Demos gracias a Dios por este regalo, ¡un signo de su amor
providente y fiel a la iglesia! Estrechémonos espiritualmente en torno a estos
nuevos sacerdotes y recemos para que acojan plenamente la gracia del sacramento
que los ha conformado con Cristo Sacerdote y Pastor. Y recemos para que todos
los jóvenes estén atentos a la voz de Dios que habla interiormente a su corazón
y los llama a desprenderse de todo para que le sirvan. A este objetivo está
dedicada la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. En efecto, el Señor
llama siempre, pero muchas veces no lo escuchamos. Estamos distraídos por
muchas cosas, por otras voces más superficiales; y después tenemos miedo de
escuchar la voz del Señor, porque pensamos que puede cortarnos la libertad. En
realidad, cada uno de nosotros es fruto del amor: ciertamente, del amor de los
padres, pero, más profundamente, del amor de Dios. La Biblia dice: si aunque tu
madre no te quisiera, yo te quiero, porque te conozco y te amo (Is. 49,15). En
el momento que me doy cuenta de este amor, mi vida cambia: se convierte en una
respuesta a este amor, más grande que cualquier otro, y así se realiza
plenamente mi libertad.
Los jóvenes que hoy he consagrado sacerdotes no son
diferentes de otros jóvenes, pero han sido profundamente tocados por la belleza
del amor de Dios, y no podían dejar de responder con toda su vida. ¿Cómo han
conocido el amor de Dios? Lo han encontrado en Jesucristo, en su evangelio, en
la eucaristía y en la comunidad eclesial. En la Iglesia se descubre que la vida
de cada hombre es una historia de amor. Lo muestra claramente la sagrada
escritura, y lo confirma el testimonio de los santos. Un ejemplo es la
expresión de san Agustín en sus Confesiones, que se vuelve a Dios y le dice:
«¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas
dentro de mí, y yo fuera ... Tú estabas conmigo, y yo no estaba contigo ...
Pero me has llamado, y tu grito le ha ganado a mi sordera" (X, 27.38).
Queridos amigos, recemos por la iglesia, por cada comunidad
local, para que sea como un jardín regado, donde pueden germinar y crecer todas
las semillas de la vocación que Dios siembra en abundancia. Oremos para que
todos cultiven este jardín, en la alegría de sentirse todos llamados, en la
variedad de los dones. En particular, que las familias sean el primer lugar en
el que se "respire" el amor de Dios, que da la fuerza interior,
incluso en medio de las dificultades y las pruebas de la vida. Quien vive en
familia la experiencia del amor de Dios, recibe un don inestimable, que da
fruto a su tiempo. Que nos conceda todo esto la Santísima Virgen María, modelo
de acogida libre y obediente a la llamada divina, Madre de toda vocación en la
iglesia.
Benedicto XVI