La dimensión sexual
El Papa
con sus palabras netas y serenas, recuerda que la Iglesia tiene algo que decir
en este ámbito, porque en la tradición cristiana la sexualidad no sólo se ve
como un aspecto de la naturaleza humana, sino también como el nudo fundamental
de la vida, es decir, la dimensión en la cual cuerpo y espíritu se entrelazan y
sobre la cual, por tanto, se puede y se debe actuar para progresar en el camino
espiritual. La relación entre mujeres y hombres, por consiguiente, no es un
terreno de reflexión sólo para los moralistas y los médicos, sino también para
los teólogos. Por lo demás, no podía ser de otra manera, si se tiene presente
que el amor es el centro de toda la enseñanza de Jesús.
En este
marco, el matrimonio constituye una especie de primera experiencia del amor que
une a todo ser humano con Dios, pues es en la experiencia del amor –de la cual
forma parte también la pasión sexual– donde el individuo adquiere, sin
necesidad de una mediación discursiva o lógica, un saber esencial, el del
sacrificio y del don de sí. De hecho, sólo separándose de sí, renunciando a sí
mismo, poniendo el propio destino en las manos de otro, abandonándose al otro,
el sujeto puede dar un sentido a su existencia. La relación de pareja se
transforma así, con el cristianismo, de evento natural y social en vínculo
sagrado
Ya antes de
ser elegido Papa Benedicto XVI, se distanció del proceso de emancipación
femenina occidental centrado en la separación entre sexualidad y reproducción,
denunciando en repetidas ocasiones la crisis moral que atraviesa la
civilización de Occidente, viendo precisamente en esto una de las razones
principales de esta decadencia.
La
sexualidad separada de la reproducción se ha convertido en un «derecho»
imprescindible «En la cultura del mundo “desarrollado” se ha destruido, en
primer lugar, el vínculo entre sexualidad y matrimonio indisoluble. Separado
del matrimonio, el sexo ha quedado fuera de órbita y se ha encontrado privado
de puntos de referencia: se ha convertido en una especie de mina flotante, en
un problema y, al mismo tiempo, en un poder omnipresente. (...) Consumada la
separación entre sexualidad y matrimonio, la sexualidad se ha separado también
de la procreación. El movimiento ha terminado por desandar el camino en sentido
inverso: es decir, procreación sin sexualidad». En suma, estamos pagando «los
efectos de una sexualidad sin ligazón alguna con el matrimonio y la
procreación. La consecuencia lógica es que toda forma de sexualidad es
igualmente válida y, por consiguiente, igualmente digna»….
Siendo
cardenal el Papa dedicó en 2004 a este tema uno de sus últimos documentos como
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: una carta a los obispos
católicos «sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo»,
donde afirma que la diferencia de los sexos es un don divino, fértil de frutos
positivos en todo sentido, y reafirma el pensamiento de la Iglesia sobre la
necesidad de una igualdad de derechos y de dignidad entre mujeres y hombres,
pero que no llegue a uniformar totalmente los papeles. Resultado que, en la
cultura progresista occidental, lleva a negar incluso la diferencia entre
mujeres y hombres, cancelando en sustancia el papel femenino, y por tanto la
maternidad, a través de la sustitución de la definición biológica con un
concepto abstracto: el género, con el que se quiere considerar libre de la realidad
biológica del cuerpo para permitir la definición de la identidad sexual sólo
desde el punto de vista cultural. Una propuesta que, aun rechazada por la
asamblea de las Naciones Unidas de Pekín en 1995, ha encontrado ecos positivos
en Occidente y ha quedado incluso recogida, por ejemplo, en la reciente
legislación española (las leyes sociales de Zapatero).
Respecto a
esta deriva de los derechos típica de cierta cultura progresista occidental, el
Papa se ha distanciado netamente, y de este modo ha abierto una posibilidad de
confrontación positiva con las demás culturas vinculadas a otras inspiraciones
religiosas que –arraigadas como están en la realidad natural y en una ética
familiar también a menudo diversa de la cristiana– ven sin embargo con
preocupación este proceso actual en los países occidentales. Por consiguiente,
en este terreno la confrontación se vuelve más positiva y, en cierto aspecto,
más fácil, aunque no conviene olvidar que Benedicto XVI no deja de lado el
problema del reconocimiento de la dignidad de la mujer, subrayando que
constituye uno de los fundamentos de la tradición cristiana. Lo recordó en su
primera encíclica, “Deus caritas est”, donde afronta el tema que hoy es objeto
de una de las fracturas más graves entre el pensamiento católico y la
modernidad, es decir, la relación amorosa entre un hombre y una mujer.
Además hay
hoy dia un modo de pensar muy difundido en las sociedades occidentales, en el
que la Iglesia aparece como una institución que dice siempre no a las aperturas
propuestas por la sociedad laica en este ámbito –desde el uso de
anticonceptivos artificiales hasta el aborto, desde el amor libre hasta el
divorcio, e incluso hasta la aceptación de la homosexualidad como algo normal–
pero que luego no tendría mucho que proponer a cambio de estos rechazos. Una
institución, la de la Iglesia católica, compuesta en su mayoría por hombres
célibes que se permiten hablar de algo que no conocen, y entrar en un campo,
precisamente el de la vida sexual entre hombres y mujeres, en el que no
deberían meterse.
El Papa en cambio, con sus palabras
netas y serenas, recuerda que la Iglesia tiene algo que decir en este ámbito,
porque en la tradición cristiana la sexualidad no sólo se ve como un aspecto de
la naturaleza humana, sino también como el nudo fundamental de la vida, es
decir, la dimensión en la cual cuerpo y espíritu se entrelazan y sobre la cual,
por tanto, se puede y se debe actuar para progresar en el camino espiritual. La
relación entre mujeres y hombres, por consiguiente, no es un terreno de
reflexión sólo para los moralistas y los médicos, sino también para los
teólogos. Por lo demás, no podía ser de otra manera, si se tiene presente que
el amor es el centro de toda la enseñanza de Jesús.
En este
marco, el matrimonio constituye una especie de primera experiencia del amor que
une a todo ser humano con Dios, pues es en la experiencia del amor –de la cual
forma parte también la pasión sexual– donde el individuo adquiere, sin
necesidad de una mediación discursiva o lógica, un saber esencial, el del
sacrificio y del don de sí. De hecho, sólo separándose de sí, renunciando a sí
mismo, poniendo el propio destino en las manos de otro, abandonándose al otro,
el sujeto puede dar un sentido a su existencia. La relación de pareja se
transforma así, con el cristianismo, de evento natural y social en vínculo
sagrado. Por lo demás, ya en el libro “la Introducción al cristianismo”, habla
de «la lucha por la verdadera imagen del amor humano en contra de la falsa
adoración del sexo y del eros, de los que nació y nace una esclavitud de la
humanidad que no es menor que la que origina el abuso del poder»
Esta
transformación del modo de concebir el acto sexual queda bien explicada con los
teólogos medievales que identificaron los fines del matrimonio. Estos tres
pilares en los que se apoya el matrimonio cristiano son: el fin de constituir
una familia dirigida al futuro a través de la procreación; la fidelidad
recíproca, que significa también, en sentido más profundo, poder ayudarse uno a
otro en las vicisitudes de la vida; y, por último, sobre todo, el sacramento
como misteriosa presencia de Dios que ayuda a los cónyuges a realizar todo lo
bueno que puede derivar de la relación de amor entre una mujer y un hombre,
imperfectos y débiles como son todos los seres humanos.
La idea de
que liberar a los seres humanos de toda prohibición en el comportamiento sexual
abriría las puertas a la felicidad y a la concordia entre los seres humanos
–como quería el eslogan «haz el amor, no la guerra» ha sido una utopía
desmentida por el aumento del número de divorcios, por los problemas de las
familias desintegradas y por el destino de los hijos.
Se
ha intentado quitar del matrimonio todo lo que constituía renuncia y
sacrificio, todo lo que parecía incompatible con el proyecto de realización
individual, y se lo ha destruido, o al menos se lo ha vaciado de su verdadero
significado. En este contexto, con su primera encíclica, Benedicto XVI recuerda
con fuerza la riqueza del matrimonio cristiano tanto para la cultura occidental
secularizada como a las demás culturas: lo cual demuestra que un tema teológico
como el amor y el matrimonio se puede abordar en un diálogo cultural, en una
confrontación no ideológica sino vinculada a la realidad de vida de las
personas, a la realidad de vida diaria donde se experimentan las convivencias
posibles entre tradiciones culturales distintas.