domingo, 6 de mayo de 2012

- la Iglesia y la dimension sexual de la persona


La dimensión sexual 
El Papa con sus palabras netas y serenas, recuerda que la Iglesia tiene algo que decir en este ámbito, porque en la tradición cristiana la sexualidad no sólo se ve como un aspecto de la naturaleza humana, sino también como el nudo fundamental de la vida, es decir, la dimensión en la cual cuerpo y espíritu se entrelazan y sobre la cual, por tanto, se puede y se debe actuar para progresar en el camino espiritual. La relación entre mujeres y hombres, por consiguiente, no es un terreno de reflexión sólo para los moralistas y los médicos, sino también para los teólogos. Por lo demás, no podía ser de otra manera, si se tiene presente que el amor es el centro de toda la enseñanza de Jesús.
En este marco, el matrimonio constituye una especie de primera experiencia del amor que une a todo ser humano con Dios, pues es en la experiencia del amor –de la cual forma parte también la pasión sexual– donde el individuo adquiere, sin necesidad de una mediación discursiva o lógica, un saber esencial, el del sacrificio y del don de sí. De hecho, sólo separándose de sí, renunciando a sí mismo, poniendo el propio destino en las manos de otro, abandonándose al otro, el sujeto puede dar un sentido a su existencia. La relación de pareja se transforma así, con el cristianismo, de evento natural y social en vínculo sagrado
Ya antes de ser elegido Papa Benedicto XVI, se distanció del proceso de emancipación femenina occidental centrado en la separación entre sexualidad y reproducción, denunciando en repetidas ocasiones la crisis moral que atraviesa la civilización de Occidente, viendo precisamente en esto una de las razones principales de esta decadencia.
La sexualidad separada de la reproducción se ha convertido en un «derecho» imprescindible «En la cultura del mundo “desarrollado” se ha destruido, en primer lugar, el vínculo entre sexualidad y matrimonio indisoluble. Separado del matrimonio, el sexo ha quedado fuera de órbita y se ha encontrado privado de puntos de referencia: se ha convertido en una especie de mina flotante, en un problema y, al mismo tiempo, en un poder omnipresente. (...) Consumada la separación entre sexualidad y matrimonio, la sexualidad se ha separado también de la procreación. El movimiento ha terminado por desandar el camino en sentido inverso: es decir, procreación sin sexualidad». En suma, estamos pagando «los efectos de una sexualidad sin ligazón alguna con el matrimonio y la procreación. La consecuencia lógica es que toda forma de sexualidad es igualmente válida y, por consiguiente, igualmente digna»….
Siendo cardenal el Papa dedicó en 2004 a este tema uno de sus últimos documentos como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: una carta a los obispos católicos «sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo», donde afirma que la diferencia de los sexos es un don divino, fértil de frutos positivos en todo sentido, y reafirma el pensamiento de la Iglesia sobre la necesidad de una igualdad de derechos y de dignidad entre mujeres y hombres, pero que no llegue a uniformar totalmente los papeles. Resultado que, en la cultura progresista occidental, lleva a negar incluso la diferencia entre mujeres y hombres, cancelando en sustancia el papel femenino, y por tanto la maternidad, a través de la sustitución de la definición biológica con un concepto abstracto: el género, con el que se quiere considerar libre de la realidad biológica del cuerpo para permitir la definición de la identidad sexual sólo desde el punto de vista cultural. Una propuesta que, aun rechazada por la asamblea de las Naciones Unidas de Pekín en 1995, ha encontrado ecos positivos en Occidente y ha quedado incluso recogida, por ejemplo, en la reciente legislación española (las leyes sociales de Zapatero).
Respecto a esta deriva de los derechos típica de cierta cultura progresista occidental, el Papa se ha distanciado netamente, y de este modo ha abierto una posibilidad de confrontación positiva con las demás culturas vinculadas a otras inspiraciones religiosas que –arraigadas como están en la realidad natural y en una ética familiar también a menudo diversa de la cristiana– ven sin embargo con preocupación este proceso actual en los países occidentales. Por consiguiente, en este terreno la confrontación se vuelve más positiva y, en cierto aspecto, más fácil, aunque no conviene olvidar que Benedicto XVI no deja de lado el problema del reconocimiento de la dignidad de la mujer, subrayando que constituye uno de los fundamentos de la tradición cristiana. Lo recordó en su primera encíclica, “Deus caritas est”, donde afronta el tema que hoy es objeto de una de las fracturas más graves entre el pensamiento católico y la modernidad, es decir, la relación amorosa entre un hombre y una mujer. 
Además hay hoy dia un modo de pensar muy difundido en las sociedades occidentales, en el que la Iglesia aparece como una institución que dice siempre no a las aperturas propuestas por la sociedad laica en este ámbito –desde el uso de anticonceptivos artificiales hasta el aborto, desde el amor libre hasta el divorcio, e incluso hasta la aceptación de la homosexualidad como algo normal– pero que luego no tendría mucho que proponer a cambio de estos rechazos. Una institución, la de la Iglesia católica, compuesta en su mayoría por hombres célibes que se permiten hablar de algo que no conocen, y entrar en un campo, precisamente el de la vida sexual entre hombres y mujeres, en el que no deberían meterse. 
  El Papa en cambio, con sus palabras netas y serenas, recuerda que la Iglesia tiene algo que decir en este ámbito, porque en la tradición cristiana la sexualidad no sólo se ve como un aspecto de la naturaleza humana, sino también como el nudo fundamental de la vida, es decir, la dimensión en la cual cuerpo y espíritu se entrelazan y sobre la cual, por tanto, se puede y se debe actuar para progresar en el camino espiritual. La relación entre mujeres y hombres, por consiguiente, no es un terreno de reflexión sólo para los moralistas y los médicos, sino también para los teólogos. Por lo demás, no podía ser de otra manera, si se tiene presente que el amor es el centro de toda la enseñanza de Jesús. 
En este marco, el matrimonio constituye una especie de primera experiencia del amor que une a todo ser humano con Dios, pues es en la experiencia del amor –de la cual forma parte también la pasión sexual– donde el individuo adquiere, sin necesidad de una mediación discursiva o lógica, un saber esencial, el del sacrificio y del don de sí. De hecho, sólo separándose de sí, renunciando a sí mismo, poniendo el propio destino en las manos de otro, abandonándose al otro, el sujeto puede dar un sentido a su existencia. La relación de pareja se transforma así, con el cristianismo, de evento natural y social en vínculo sagrado. Por lo demás, ya en el libro “la Introducción al cristianismo”, habla de «la lucha por la verdadera imagen del amor humano en contra de la falsa adoración del sexo y del eros, de los que nació y nace una esclavitud de la humanidad que no es menor que la que origina el abuso del poder» 
  Esta transformación del modo de concebir el acto sexual queda bien explicada con los teólogos medievales que identificaron los fines del matrimonio. Estos tres pilares en los que se apoya el matrimonio cristiano son: el fin de constituir una familia dirigida al futuro a través de la procreación; la fidelidad recíproca, que significa también, en sentido más profundo, poder ayudarse uno a otro en las vicisitudes de la vida; y, por último, sobre todo, el sacramento como misteriosa presencia de Dios que ayuda a los cónyuges a realizar todo lo bueno que puede derivar de la relación de amor entre una mujer y un hombre, imperfectos y débiles como son todos los seres humanos. 
La idea de que liberar a los seres humanos de toda prohibición en el comportamiento sexual abriría las puertas a la felicidad y a la concordia entre los seres humanos –como quería el eslogan «haz el amor, no la guerra» ha sido una utopía desmentida por el aumento del número de divorcios, por los problemas de las familias desintegradas y por el destino de los hijos. 
Se ha intentado quitar del matrimonio todo lo que constituía renuncia y sacrificio, todo lo que parecía incompatible con el proyecto de realización individual, y se lo ha destruido, o al menos se lo ha vaciado de su verdadero significado. En este contexto, con su primera encíclica, Benedicto XVI recuerda con fuerza la riqueza del matrimonio cristiano tanto para la cultura occidental secularizada como a las demás culturas: lo cual demuestra que un tema teológico como el amor y el matrimonio se puede abordar en un diálogo cultural, en una confrontación no ideológica sino vinculada a la realidad de vida de las personas, a la realidad de vida diaria donde se experimentan las convivencias posibles entre tradiciones culturales distintas.