Pisamos ya los
umbrales de la Navidad, en la que parece que todo se llena de una luz nueva, y
se abre el nuevo día de una alegría también nueva, que tiene su razón de ser,
su origen y su sentido, por el hecho del Dios –con–nosotros.
La
alegría es nota característica de la fe cristiana. Los primeros cristianos eran
conocidos por su caridad y por su alegría. Pero, hoy, los cristianos ¿somos
capaces de hacer comprender a los demás hombres de nuestro tiempo este mensaje
religioso: Dios, Dios cercano a los hombres, Dios-con-nosotros, es la alegría,
nuestra alegría y nuestra dicha?¿Quién nos escucha?,¿Quién nos cree
verdaderamente? Tal vez no tengamos éxito en este anuncio. Pero no por ello
podemos dejar de proclamarlo, y menos aún en estos días. No nos creen
frecuentemente los hombres del pensamiento, enfrascados en la duda y en los
problemas; no nos creen los hombres de acción fascinados en el esfuerzo por
conquistar la tierra, o envueltos en un relativismo que duda de todo y todo lo
antepone a sus logros; no nos creen los jóvenes, arrastrados por la civilización
del disfrute a toda costa... Es la suerte del Evangelio en la humanidad, el
cual significa precisamente anuncio de una dicha que desborda todo cálculo,
anuncio de una noticia capaz de llenar de felicidad que no es obra de nuestras
manos ni de nuestros proyectos.
La
fe cristiana, el acontecimiento cristiano, ha ofrecido y sigue ofreciendo como
don decisivo esta verdad: la felicidad es posible, es real, está muy cerca, al
alcance de todos, en Dios, sólo en Dios, por Jesucristo; es gracia, es don.
Permanece esta certeza impávida: Dios, revelado y entregado por completo en
Jesucristo, y sólo Él, es la plena, la verdadera, la suprema felicidad del
hombre. Permanece esta pedagogía para enseñar deber, pero, sobre todo, Dios es
la alegría, la felicidad y la dicha. La misma Cruz del Calvario es gozosa,
porque ella lleva a su colmo y a su cima, a su plenitud, el amor Dios y
Dios-con-nosotros, el despojamiento, el rebajamiento y el anonadamiento del
Hijo de Dios al hacerse hombre por nosotros ahí hemos conocido el amor.
Es
necesario que en la conciencia del hombre contemporáneo resurja con fuerza la
certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo
que pasa. Y este Alguien es Amor. Amor hecho hombre, humanado. Amor anonadado
en la encamación y nacimiento, crucificado y resucitado. Amor continuamente
presente entre los hombres. Esta es la misión de la Iglesia: anunciar la alegría
para todo el mundo, el Evangelio que es Jesucristo. Para eso, Dios recuerda a la Iglesia y a los que la formamos, que nos ha llamado a ser
como Juan Bautista, esto es: pura y total referencia a Cristo, testigos de la
Luz que es Él e ilumina todo hombre, testigos de la Luz para llevar a los
hombres a la fe.
La
Iglesia no puede ni debe hacer otra cosa entre los hombres, y a su servicio,
que anunciar a Jesucristo, dárselo a conocer, invitar a que lo sigan y le amen.
Es verdad que no somos dignos ni siquiera de desatarle las correas de su
sandalia. Pero como, en su benevolencia y gracia, nos ha llamado, no podemos
responder mejor a lo que necesitan —y en el fondo, piden– los hombres que
entregarles a Jesucristo, señalarlo próximo en medio de ellos, mostrar que pasa
junto a ellos el «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». En el fondo
del hombre contemporáneo, sobre todo de los jóvenes, hay una gran aspiración,
una búsqueda principal por encima de cualquier otra: Tienen sed, necesidad de
Cristo, de ver a Cristo: «Maestro, ¿dónde vives?».
A
la Iglesia le piden a Cristo, y esperan de ella que se lo muestre y les lleve a
Él. El resto lo pueden pedir a muchos otros. De ella, pues, tienen derecho a
esperar que les entregue a Cristo, ante todo mediante el anuncio de la Palabra
y los sacramentos, pero también e inseparablemente, con el testimonio de su
amor, de su caridad, de su cercanía, y de su solidaridad, de modo que vean el
rostro de Dios humanado, que compartió en todo nuestra condición humana, menos
en el pecado, y trajo la Buena Noticia a los pobres y a los que sufren, y la
libertad a los cautivos. Éste es el mensaje de la Navidad, del nacimiento de
Jesús, Hijo de Dios, en Belén.
+Cardenal Antonio
Cañizares