Debe llegar la hora de Dios
«La época de las luces
ha conducido a la hora de las tinieblas, y la lucha de los titanes contra Dios
sólo ha tenido por efecto final el crepúsculo de los dioses», escribe el P. Anselmo
Álvarez, OSB. «En nosotros llevamos la expectativa, a veces inconsciente, de
una nueva venida, de un mundo nuevo», añade. «Dios volverá para revelar su
Rostro a todos los hombres. El tiempo de Adviento nos invita a volver la mirada
hacia el que viene»
…..Uno de los rasgos de esa Historia que venimos
construyendo es el vértigo, tanto por su aceleración desmedida, como por el
trastorno profundo al que la estamos sometiendo. El mundo gira como una peonza
loca, bajo los efectos de un vino de vértigo (Sal 59, 5), que produce una
velocidad y un descontrol desenfrenados. Y es, a la vez, el tiempo del absurdo,
que sitúa la acción del hombre fuera de la armonía de su naturaleza, y que ha
roto todos los equilibrios morales y sofocado casi todos los gérmenes
espirituales. El resultado se traduce en esas obras muertas de que habla la
Escritura; por tanto, en una vida que no corresponde a la ley y al sentido de
la vida, y que ha olvidado la advertencia de que el día que comáis de ese árbol,
moriréis (Gn 2, 17).
…. pero el hombre
quiere darse un nuevo estatuto, a sí mismo y al mundo. Es la nueva utopía; si
el hombre es obra de Dios, este empeño es estéril. Por eso, preferimos
pensarnos como obra del azar, a fin de concluir nosotros mismos lo que habría
quedado inconcluso en él: la formación del hombre superior. Llegamos a creer
que nuestra palabra vale más que la de Dios y que, finalmente, hemos terminado
sabiendo más que Él. De ahí que hayamos vaciado el mundo de la presencia de
Dios y lo hayamos llenado de toda clase de fetiches. Hemos construido ensueños
y esperanzas siempre frustradas. La época de las luces ha conducido a la hora
de las tinieblas, y la lucha de los titanes contra Dios sólo ha tenido por
efecto final el crepúsculo de los dioses, del hombre pseudodivinizado.
No podemos llegar muy
lejos en esta temeraria huida de Dios. Tanto el estado espiritual y moral de la
sociedad como la situación global del hombre exigen su transformación integral.
El orden de realidades debe ser restablecido, el señorío de la verdad
restaurado, el mundo renovado y el hombre devuelto a sí mismo. Ahora bien, esto
no está ni en su intención ni, muy probablemente, tampoco a su alcance en las
circunstancias presentes. Por consiguiente, debe llegar la hora de Dios, no
necesariamente la final, pero sí la que restablezca el imperio de su voluntad
en un tiempo en que hemos conocido la reiteración del pecado del paraíso: la
decisión de sustituir los designios de Dios por los del hombre.
Al final de esta larga
travesía en la noche, también nosotros, como los apóstoles después de aquel
intento infructuoso de pesca, nos encontramos exhaustos y vacíos. Todas las
iniciativas humanas han tenido siempre un resultado de fracaso, hasta que hemos
divisado a Dios en la orilla. Cada día, Dios se pone en camino hacia el hombre
para responder a esa esperanza, pero podría hacerlo también para recorrer con él,
de nuevo, el camino del desierto, a fin de llevar a su pueblo a la libertad y a
la heredad preparada por Él.
Dios volverá para hacer
pedazos la falsa imagen que estamos trazando de Él mismo y de nosotros. Vendrá
para dar cumplimiento de nuevo a lo anunciado por Isaías: Yo guiaré a los
ciegos por un camino que no conocen; convertiré ante ellos la tiniebla en luz,
y lo escabroso en llano. Porque ahora, y de nuevo, es la hora de Dios, hora que
tiene su ritmo y sus leyes: llamadas a la conversión, ofrecimiento de la misericordia,
advertencias y severidad adecuada a la realidad, oferta de nueva alianza.
Este lenguaje, que nos
habla en términos tan categóricos de la novedad que está en el horizonte, así
como la propia magnitud de la crisis, permite conjeturar que algo nuevo puede
acontecer más allá de la intervención de los hombres, a los que parece haberse
escapado el control de los acontecimientos: Hacedme caso, pueblos; dadme oído,
naciones: de Mí sale la ley; mis mandatos son luz de los pueblos. En un momento
haré llegar mi victoria..., mi brazo gobernará los pueblos; me están esperando
las naciones, ponen en Mí su esperanza (Is 51, 4-5).
El silencio de Dios
Cierto que, al menos en
apariencia, el acontecimiento más significativo de este tiempo es el silencio
de Dios, quien está dejando al hombre decir su palabra, expresar sin cortapisas
sus poderes y saberes, su libertad. Pero el Jinete de las Nubes se está
preparando una calzada; ya se oyen sus pisadas y se perciben sus huellas,
aunque es necesario tener oídos para oír y ojos para ver.
En nosotros llevamos la
expectativa, a veces inconsciente, de una nueva venida, de un mundo nuevo, de
una nueva creación. El que viene nos dice: Todo lo hago nuevo (Ap. 21, 5),
aunque antes de edificar y plantar sea necesario devastar, destruir y asolar (Eclo
49, 7) muchas de las obras erigidas por nosotros.
Dios volverá para
revelar su Rostro a todos los hombres. El tiempo de Adviento nos invita a
volver la mirada hacia el que viene: Mirando a lo lejos veo venir el poder de
Dios; salid a su encuentro. Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra
liberación. Porque Él está a la puerta y llama (Ap 3, 20). A ese Rey que viene,
al Señor que se acerca, venid, adorémosle.