Mensaje del Sinodo al Pueblo de Dios
Los Padres Sinodales
aprobaron el Mensaje al Pueblo de Dios, como conclusión de la XIII Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Publicamos a continuación el texto
integral de la versión en español.
Hermanos y hermanas:
“Gracia a vosotros de
parte de Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rm 1, 7). Obispos de todo
el mundo, invitados por el Obispo de Roma, el Papa Benedicto XVI, nos hemos
reunido para reflexionar juntos sobre “la nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana” y, antes de volver a nuestras Iglesias
particulares, queremos dirigirnos a todos vosotros, para animar y orientar el
servicio al Evangelio en los diversos contextos en los que estamos llamados a
dar hoy testimonio.
1. Como la samaritana
en el pozo.
Nos dejamos iluminar por una página del
Evangelio: el encuentro de Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). No
hay hombre o mujer que en su vida, como la mujer de Samaría, no se encuentre
junto a un pozo con un cántaro vacío, con la esperanza de saciar el deseo más
profundo del corazón, aquel que sólo puede dar significado pleno a la
existencia. Hoy son muchos los pozos que se ofrecen a la sed del hombre, pero
conviene hacer discernimiento para evitar aguas contaminadas. Es urgente
orientar bien la búsqueda, para no caer en desilusiones que pueden ser
ruinosas.
Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el deber
de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer
presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo su
Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de
leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad: “Me ha
dicho todo lo que he hecho”, cuenta la mujer a sus vecinos. Esta palabra de
anuncio - a la que se une la pregunta que abre a la fe: “¿Será Él el Cristo?” -
muestra que quien ha recibido la vida nueva del encuentro con Jesús, a su vez
no puede hacer menos que convertirse en anunciador de verdad y esperanza para
con los demás. La pecadora convertida se convierte en mensajera de salvación y
conduce a toda la ciudad hacia Jesús. De la acogida del testimonio la gente
pasará después a la experiencia directa del encuentro: “Ya no creemos por lo
que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es
verdaderamente el Salvador del mundo”.
2. Una nueva
evangelización.
Conducir a los hombres y las mujeres de nuestro
tiempo hacia Jesús, al encuentro con Él, es una urgencia que aparece en todas
las regiones, tanto las de antigua como las de reciente evangelización. En
todos los lugares se siente la necesidad de reavivar una fe que corre el riesgo
de apagarse en contextos culturales que obstaculizan su enraizamiento personal,
su presencia social, la claridad de sus contenidos y sus frutos coherentes. No
se trata de comenzar todo de nuevo, sino – con el ánimo apostólico de Pablo, el
cual afirma: “¡Ay de mí si non anuncio el Evangelio!” (1 Cor 9,16) - de
insertarse en el largo camino de proclamación del Evangelio que, desde los primeros
siglos de la era cristiana hasta el presente, ha recorrido la historia y ha
edificado comunidades de creyentes por toda la tierra. Por pequeñas o grandes
que sean, éstas son el fruto de la entrega de tantos misioneros y de no pocos
mártires, de generaciones de testigos de Jesús, de los cuales guardamos una
memoria agradecida.
Los cambios sociales, culturales, económicos, políticos y
religiosos nos llaman, sin embargo, a algo nuevo: a vivir de un modo renovado
nuestra experiencia comunitaria de fe y el anuncio, mediante una evangelización
“nueva en su ardor, en sus métodos, en sus expresiones” (Juan Pablo II,
Discurso a la XIX Asamblea del CELAM, Port-au-Prince 9 marzo 1983, n. 3) como
dijo Juan Pablo II. Una evangelización dirigida, como nos ha recordado
Benedicto XVI, “principalmente a las personas que, habiendo recibido el
bautismo, se han alejado de la Iglesia viven sin referencia alguna a la vida
cristiana [...], para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el
Señor, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia;
para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que lleva consigo
alegría y esperanza para la vida personal, familiar y social”. (Benedicto XVI,
Homilía en la celebración eucarística para la solemne inauguración de la XIII
Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 7 octubre 2012)
3. El encuentro
personal con Jesucristo en la Iglesia.
Antes de entrar en la
cuestión sobre la forma que debe adoptar esta nueva evangelización, sentimos la
exigencia de deciros, con profunda convicción, que la fe se decide, sobre todo,
en la relación que establecemos con la persona de Jesús, que sale a nuestro
encuentro. La obra de la nueva evangelización consiste en proponer de nuevo al
corazón y a la mente, no pocas veces distraídos y confusos, de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo y, sobre todo a nosotros mismos, la belleza y la
novedad perenne del encuentro con Cristo. Os invitamos a todos a contemplar el
rostro del Señor Jesucristo, a entrar en el misterio de su existencia,
entregada por nosotros hasta la cruz, ratificada como don del Padre por su
resurrección de entre los muertos y comunicada a nosotros mediante el Espíritu.
En la persona de Jesús se revela el misterio de amor de Dios Padre por la
entera familia humana. Él no ha querido dejarla a la deriva de su imposible
autonomía, sino que la ha unido a si mismo por medio de una renovada alianza de
amor.
La Iglesia es el espacio ofrecido por Cristo en la historia para poderlo
encontrar, porque Él le ha entregado su Palabra, el bautismo que nos hace hijos
de Dios, su Cuerpo y su Sangre, la gracia del perdón del pecado, sobre todo en
el sacramento de la Reconciliación, la experiencia de una comunión que es
reflejo mismo del misterio de la Santísima Trinidad y la fuerza del Espíritu
que nos mueve a la caridad hacia los demás.
Hemos de constituir comunidades
acogedoras, en las cuales todos los marginados se encuentren como en su casa,
con experiencias concretas de comunión que, con la fuerza ardiente del amor,
-“Mirad como se aman” (Tertulliano, Apologetico, 39, 7) – atraigan la mirada
desencantada de la humanidad contemporánea. La belleza de la fe debe
resplandecer, en particular, en la sagrada liturgia, sobre todo en la
Eucaristía dominical. Justo en las celebraciones litúrgicas la Iglesia muestra
su rostro de obra de Dios y hace visible, en las palabras y en los gestos, el
significado del Evangelio.
Es nuestra tarea hoy el hacer accesible esta
experiencia de Iglesia y multiplicar, por tanto, los pozos a los cuales invitar
a los hombres y mujeres sedientos y posibilitar su encuentro con Jesús, ofrecer
oasis en los desiertos de la vida. De esto son responsables las comunidades
cristianas y, en ellas, cada discípulo del Señor. Cada uno debe dar un testimonio
insustituible para que el Evangelio pueda cruzarse con la existencia de tantas
personas. Por eso, se nos exige la santidad de vida.
4. Las ocasiones del
encuentro con Jesús y la escucha de la Escritura
Algunos
preguntarán cómo llevar a cabo todo esto. No se trata de inventar nuevas
estrategias, casi como si el Evangelio fuera un producto para poner en el
mercado de las religiones sino descubrir los modos mediante los cuales, ante el
encuentro con Jesús, las personas se han acercado a Él y por Él se han sentido
llamadas y adaptarlos a las condiciones de nuestro tiempo.
Recordamos,
por ejemplo, cómo Pedro, Andrés, Santiago y Juan han sido llamados por Jesús en
el contexto de su trabajo, cómo Zaqueo ha podido pasar de la simple curiosidad
al calor de la mesa compartida con el Maestro, cómo el centurión pide la
intervención del Señor ante la enfermedad de una persona cercana, como el ciego
de nacimiento lo ha invocado como liberador de su propia marginación, como
Marta y María han visto recompensada su hospitalidad con su propia presencia.
Podemos continuar aún recorriendo las páginas de los Evangelios y encontrando
tantos y tantos modos en los que la vida de las personas se ha abierto, desde
diversas condiciones, a la presencia de Cristo. Y lo mismo podemos hacer con
todo lo que la Escritura nos dice de la experiencia misionera de los apóstoles
en la Iglesia naciente.
La lectura frecuente de la Sagrada Escritura, iluminada
por la Tradición de la Iglesia que nos la entrega y la interpreta
auténticamente, no sólo es un paso obligado para conocer el contenido mismo del
Evangelio, esto es, la persona de Jesús en el contexto de la historia de la
salvación, sino que, además, nos ayuda a hallar espacios nuevos de encuentro
con Él, nuevas formas de acción verdaderamente evangélicas, enraizadas en las
dimensiones fundamentales de la vida humana: la familia, el trabajo, la
amistad, la pobreza y las pruebas de la vida, etc.
5. Evangelizarnos a
nosotros mismos y disponernos a la conversión
Queremos resaltar que
la nueva evangelización se refiere, en primer lugar, a nosotros mismos. En
estos días, muchos obispos nos han recordado que, para poder evangelizar el
mundo, la Iglesia debe, ante todo, ponerse a la escucha de la Palabra. La
invitación a evangelizar se traduce en una llamada a la conversión.
Sentimos
sinceramente el deber de convertirnos a la potencia de Cristo, que es capaz de
hacer todas las cosas nuevas, sobre todo nuestras pobres personas. Hemos de
reconocer con humildad que la miseria, las debilidades de los discípulos de
Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la
misión. Somos plenamente conscientes, nosotros los Obispos los primeros, de no
poder estar nunca a la altura de la llamada del Señor y del Evangelio que nos
ha entregado para su anuncio a las gentes. Sabemos que hemos de reconocer
humildemente nuestra debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de
reconocer nuestros pecados personales. Estamos, además, convencidos de que la
fuerza del Espíritu del Señor puede renovar su Iglesia y hacerla de nuevo
esplendorosa si nos dejamos transformar por Él. Lo muestra la vida de los
santos, cuya memoria y el relato de sus vidas son instrumentos privilegiados de
la nueva evangelización.
Si esta renovación fuese confiada a nuestras fuerzas,
habría serios motivos de duda, pero en la Iglesia la conversión y la
evangelización no tienen como primeros actores a nosotros, pobres hombres, sino
al mismo Espíritu del Señor. Aquí está nuestra fuerza y nuestra certeza, que el
mal no tendrá jamás la última palabra, ni en la Iglesia ni en la historia: “No
se turbe vuestro corazón y no tengáis miedo” (Jn 14, 27), ha dicho Jesús a sus
discípulos.
La tarea de la nueva evangelización descansa sobre esta serena
certeza. Nosotros confiamos en la inspiración y en la fuerza del Espíritu, que
nos enseñará lo que debemos decir y lo que debemos hacer, aún en las
circunstancias más difíciles. Es nuestro deber, por eso, vencer el miedo con la
fe, el cansancio con la esperanza, la indiferencia con el amor.
6. Reconocer en
el mundo de hoy nuevas oportunidades de evangelización
Este sereno coraje
sostiene también nuestra mirada sobre el mundo contemporáneo. No nos sentimos
atemorizados por las condiciones del tiempo en que vivimos. Nuestro mundo está
lleno de contradicciones y de desafíos, pero sigue siendo creación de Dios, y
aunque herido por el mal, siempre es objeto de su amor y terreno suyo, en el
que puede ser resembrada la semilla de la Palabra para que vuelva a dar
fruto.
No hay lugar para el pesimismo en las mentes y en los corazones de
aquellos que saben que su Señor ha vencido a la muerte y que su Espíritu actúa
con fuerza en la historia. Con humildad, pero también con decisión - aquella
que viene de la certeza de que la verdad siempre vence - nos acercamos a este
mundo y queremos ver en él una invitación del Resucitado a ser testigos de su
nombre. Nuestra Iglesia está viva y afronta los desafíos de la historia con la
fortaleza de la fe y del testimonio de tantos hijos suyos.
Sabemos que en
el mundo debemos afrontar una batalla contra “los Principados y las Potencias”
y “los espíritus del mal” (Ef 6,12). No ocultamos los problemas que tales
desafíos suponen, pero no nos atemorizan. Esto lo señalamos especialmente ante
los fenómenos de globalización, que deben ser para nosotros oportunidad para
extender la presencia del Evangelio. También las migraciones - aún con el peso
del sufrimiento que conllevan, y con las que queremos estar sinceramente
cercanos, con la acogida propia de los hermanos - son ocasiones, como ha
sucedido en el pasado, de difusión de la fe y de comunión en todas sus formas.
La secularización y la crisis del primado de la política y del Estado piden a
la Iglesia repensar su propia presencia en la sociedad, sin renunciar a ella. Las
muchas y siempre nuevas formas de pobreza abren espacios inéditos al servicio
de la caridad: la proclamación del Evangelio compromete a la Iglesia a estar al
lado de los pobres y compartir con ellos sus sufrimientos, como lo hacía Jesús.
También en las formas más ásperas de ateísmo y agnosticismo podemos reconocer,
aún en modos contradictorios, no un vacío, sino una nostalgia, una espera que
requiere una respuesta adecuada.
Frente a los interrogantes que las culturas
dominantes plantean a la fe y a la Iglesia, renovamos nuestra fe en el Señor,
ciertos de que también en estos contextos el Evangelio es portador de luz y
capaz de sanar la debilidad del hombre. No somos nosotros quienes para conducir
la obra de la evangelización, sino Dios. Como nos ha recordado el Papa: “La
primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios
y sólo introduciéndonos en esta iniciativa divina, sólo implorando esta
iniciativa divina, podemos nosotros también llegar a ser –con él y en él-
evangelizadores”. (Benedicto XVI, Meditación de la primera congregación general
de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 8 octubre
2012)
7. Evangelización,
familia y vida consagrada
Desde la primera evangelización la
transmisión de la fe, en el transcurso de las generaciones, ha encontrado un
lugar natural en la familia. En ella - con un rol muy significativo
desarrollado por las mujeres, sin que con esto queramos disminuir la figura
paterna y su responsabilidad - los signos de la fe, la comunicación de las
primeras verdades, la educación en la oración, el testimonio de los frutos del
amor, han sido infundidos en la vida de los niños y adolescentes en el contexto
del cuidado que toda familia reserva al crecimiento de sus pequeños. A pesar de
la diversidad de las situaciones geográficas, culturales y sociales, todos los
obispos del Sínodo han confirmado este papel esencial de la familia en la
transmisión de la fe. No se puede pensar en una nueva evangelización sin
sentirnos responsables del anuncio del Evangelio a las familias y sin ayudarles
en la tarea educativa.
No escondemos el hecho de que hoy la familia, que
se constituye con el matrimonio de un hombre y una mujer que los hace “una sola
carne” (Mt 19,6) abierta a la vida, está atravesada por todas partes por
factores de crisis, rodeada de modelos de vida que la penalizan, olvidada de
las políticas de la sociedad, de la cual es célula fundamental, no siempre
respetada en sus ritmos ni sostenida en sus esfuerzos por las propias
comunidades eclesiales. Precisamente por esto, nos vemos impulsados a afirmar
que tenemos que desarrollar un especial cuidado por la familia y por su misión
en la sociedad y en la Iglesia, creando itinerarios específicos de
acompañamiento antes y después del matrimonio.en las formas más penosas de atey
son un signo de esta fuente de vida plena para los hombres en la sociedad. Las
muchas y siempr Queremos expresar nuestra gratitud a tantos esposos y familias
cristianas que con su testimonio continúan mostrando al mundo una experiencia
de comunión y de servicio que es semilla de una sociedad más fraterna y
pacífica.
Nuestra reflexión se ha dirigido también a las situaciones familiares
y de convivencia en las que no se muestra la imagen de unidad y de amor para
toda la vida que el Señor nos ha enseñado. Hay parejas que conviven sin el
vínculo sacramental del matrimonio; se extienden situaciones familiares
irregulares construidas sobre el fracaso de matrimonios anteriores:
acontecimientos dolorosos que repercuten incluso sobre la educación en la fe de
los hijos. A todos ellos les queremos decir que el amor de Dios no abandona a
nadie, que la Iglesia los ama y es una casa acogedora con todos, que siguen
siendo miembros de la Iglesia, aunque no puedan recibir la absolución sacramental
ni la Eucaristía. Que las comunidades católicas estén abiertas a acompañar a
cuantos viven estas situaciones y favorezcan caminos de conversión y de
reconciliación.
La vida familiar es el primer lugar en el cual el Evangelio se
encuentra con la vida ordinaria y muestra su capacidad de transformar las
condiciones fundamentales de la existencia en el horizonte del amor. Pero no
menos importante es, para el testimonio de la Iglesia, mostrar como esta vida
en el tiempo se abre a una plenitud que va más allá de la historia de los
hombres y que conduce a la comunión eterna con Dios. Jesús no se presenta a la
mujer samaritana simplemente como aquel que da la vida sino como el que da la
“vida eterna” (Jn 4, 14). El don de Dios que la fe hace presente, no es simplemente
la promesa de unas mejores condiciones de vida en este mundo, sino el anuncio
de que el sentido último de nuestra vida va más allá de este mundo y se
encuentra en aquella comunión plena con Dios que esperamos en el final de los
tiempos.
De este sentido de la vida humana más allá de lo terrenal son
particulares testigos en la Iglesia y en el mundo cuantos el Señor ha llamado a
la vida consagrada, una vida que, precisamente porque está dedicada totalmente
a él, en el ejercicio de la pobreza, la castidad y la obediencia, es el signo
de un mundo futuro que relativiza cualquier bien de este mundo. Que de la
Asamblea del Sínodo de los Obispos llegue a estos hermanos y hermanas nuestros
la gratitud por su fidelidad a la llamada del Señor y por la contribución que
han hecho y hacen a la misión de la Iglesia, la exhortación a la esperanza en
situaciones nada fáciles para ellos en estos tiempos de cambio y la invitación
a reafirmarse como testigos y promotores de nueva evangelización en los varios
ámbitos de la vida en que los carismas de cada instituto los sitúa.
8. La comunidad
eclesial y los diversos agentes de la evangelización
La
obra de la evangelización no es labor exclusiva de alguien en la Iglesia sino
del conjunto de las comunidades eclesiales, donde se tiene acceso a la plenitud
de los instumentos del encuentro con Jesús: la Palabra, los sacramentos, la
comunión fraterna, el servicio de la caridad, la misión.
En esta perspectiva
emerge sobre todo el papel de la parroquia como presencia de la Iglesia en el
territorio en el que viven los hombres, “fuente de la villa”, como le gustaba
llamarla a Juan XXIII, en la que todos pueden beber encontrando la frescura del
Evangelio. Su función permanece imprescindible, aunque las condiciones
particulares pueden requerir una articulación en pequeñas comunidades o
vínculos de colaboración en contextos más amplios. Sentimos, ahora, el deber de
exhortar a nuestras parroquias a unir a la tradicional cura pastoral del Pueblo
de Dios las nuevas formas de misión que requiere la nueva evangelización.
Éstas, deben alcanzar también a las variadas formas de piedad popular.
En la
parroquia continúa siendo decisivo el ministerio del sacerdote, padre y pastor
de su pueblo. A todos los presbíteros, los obispos de esta Asamblea sinodal
expresan gratitud y cercanía fraterna por su no fácil tarea y les invitamos a
unirse cada vez más al presbiterio diocesano, a una vida espiritual cada vez
más intensa y a una formación permanente que los haga capaces de afrontar los
cambios sociales.
Junto a los sacerdotes reconocemos la presencia de los
diáconos así como la acción pastoral de los catequistas y de tantas figuras
ministeriales y de animación en el campo del anuncio y de la catequesis, de la
vida litúrgica, del servicio caritativo, así como las diversas formas de
participación y de corresponsabilidad de parte de los fieles, hombres y
mujeres, cuya dedicación en los diversos servicios de nuestras comunidades no
será nunca suficientemente reconocida. También a todos ellos les pedimos que
orienten su presencia y su servicio en la Iglesia en la óptica de la nueva
evangelización, cuidando su propia formación humana y cristiana, el conocimiento
de la fe y la sensibilidad a los fenómenos culturales actuales.
Mirando a
los laicos, una palabra específica se dirige a las varias formas de asociación,
antiguas y nuevas, junto con los movimientos eclesiales y las nuevas
comunidades. Todas ellas son expresiones de la riqueza de los dones que el
Espíritu entrega a la Iglesia. También a estas formas de vida y compromiso en
la Iglesia expresamos nuestra gratitud, exhortándoles a la fidelidad al propio
carisma y a la plena comunión eclesial, de modo especial en el ámbito de las
Iglesias particulares.
Dar testimonio del Evangelio no es privilegio exclusivo
de nadie. Reconocemos con gozo la presencia de tantos hombres y mujeres que con
su vida son signos del Evangelio en medio del mundo. Lo reconocemos también en
tantos de nuestros hermanos y hermanas cristianos con los cuales la unidad no
es todavía perfecta, aunque han sido marcados con el bautismo del Señor y son
sus anunciadores. En estos días nos ha conmovido la experiencia de escuchar las
voces de tantos responsables de Iglesias y Comunidades eclesiales que nos han
dado testimonio de su sed de Cristo y de su dedicación al anuncio del
Evangelio, convencidos también ellos de que el mundo tiene necesidad de una
nueva evangelización. Estamos agradecidos al Señor por esta unidad en la
exigencia de la misión.
9. Para que los
jóvenes puedan encontrarse con Cristo
Nos sentimos cercanos a los
jóvenes de un modo muy especial, porque son parte relevante del presente y del
futuro de la humanidad y de la Iglesia. La mirada de los obispos hacia ellos es
todo menos pesimista. Preocupada, sí, pero no pesimista. Preocupada porque
justo sobre ellos vienen a confluir los embates más agresivos de estos tiempos;
no pesimista, sin embargo, sobre todo porque, lo resaltamos, el amor de Cristo
es quien mueve lo profundo de la historia y además, porque descubrimos en
nuestros jóvenes aspiraciones profundas de autenticidad, de verdad, de
libertad, de generosidad, de las cuales estamos convencidos que sólo Cristo
puede ser respuesta capaz de saciarlos.
Queremos ayudarles en su búsqueda e
invitamos a nuestras comunidades a que, sin reservas, entren en una dinámica de
escucha, de diálogo y de propuestas valientes ante la difícil condición
juvenil. Para aprovechar y no apagar la potencia de su entusiasmo. Y para
sostener en su favor la justa batalla contra los lugares comunes y las
especulaciones interesadas de las fuerzas de este mundo, esforzadas en disipar
sus energías y a agotarlas en su propio interés, suprimiendo en ellos cualquier
memoria agradecida por el pasado y cualquier planteamiento serio por el
futuro.
La nueva evangelización tiene un campo particularmente árduo pero
al mismo tiempo apasionante en el mundo de los jóvenes, como muestran no pocas
experiencias, desde las más multitudinarias como las Jornadas Mundiales de la
Juventud, a aquellas más escondidas pero no menos importantes, como las
numerosas y diversas experiencias de espiritualidad, servicio y misión. A los
jóvenes les reconocemos un rol activo en la obra de la evangelización, sobre
todo en su ambientes.
10. El Evangelio en
diálogo con la cultura y la experiencia humana y con las religiones.
La
nueva evangelización tiene su centro en Cristo y en la atención a la persona
humana, para hacer posible el encuentro con él. Pero su horizonte es tan ancho
como el mundo y no se cierra a ninguna experiencia del hombre. Eso significa
que ella cultiva, con particular atención, el diálogo con las culturas, con la
confianza de poder encontrar en todas ellas las “semillas del Verbo” de las que
hablaban los Santos Padres. En particular, la nueva evangelización tiene
necesidad de una renovada alianza entre fe y razón, con la convicción de que la
fe tiene recursos suficientes para acoger los frutos de una sana razón abierta
a la trascendencia y tiene, al mismo tiempo, la fuerza de sanar los límites y
las contradicciones en las que la razón puede tropezar. La fe no deja de
contemplar los lacerantes interrogantes que supone la presencia del mal en la
vida y la historia de los hombres, encontrando la luz de su esperanza en la
Pascua de Cristo.
El encuentro entre fe y razón nutre el esfuerzo de la
comunidad cristiana en el mundo de la educación y la cultura. Un lugar especial
en este campo lo ocupan las instituciones educativas y de investigación:
escuelas y universidades. Donde se desarrolla el conocimiento sobre el hombre y
se da una acción educativa, la Iglesia se ve impulsada a testimoniar su propia
experiencia y a contribuir a una formación integral de la persona. En este
ámbito merecen una atención especial las escuelas y universidades católicas, en
las que la apertura a la trascendencia, propia de todo itinerario cultural
sincero y educativo, debe completarse con caminos de encuentro con la persona
de Jesucristo y de su Iglesia. Vaya la gratitud de los obispos a todos los que,
en condiciones muchas veces difíciles, desempeñan esta tarea.
La evangelización
exige que se preste gran atención al mundo de la comunicaciones sociales, que
son un camino, especialmente en el caso de los nuevos medios, en el que se
cruzan tantas vidas, tantos interrogantes y tantas expectativas. Son el lugar
donde en muchas ocasiones se forman las conciencias y se muestran los hechos de
la propia vida y deben ser una oportunidad nueva para llegar al corazón de los
hombres.
Un particular ámbito de encuentro entre fe y razón se da hoy en el
diálogo con el conocimiento científico. Éste, por otro lado, no se encuentra
lejos de la fe, siendo manifestación de aquel principio espiritual que Dios ha
puesto en sus criaturas y que les permite comprender las estructuras racionales
que se encuentran en la base de la creación. Cuando la ciencia y la técnica no
presumen de encerrar la concepción del hombre y del mundo en un árido
materialismo se convierten, entonces, en un precioso aliado para el desarrollo
de la humanización de la vida. También a los responsables de esta delicada
tarea se dirige nuestro agradecimiento.
Queremos, además, agradecer su esfuerzo
a los hombres y mujeres que se dedican a otra expresión del genio humano: el
arte en sus varias formas, desde las más antiguas a las más recientes. En sus
obras, en cuanto tienden a dar forma a la tensión del hombre hacia la belleza,
reconocemos un modo particularmente significativo de expresión de la
espiritualidad. Estamos especialmente agradecidos cuando sus bellas creaciones
nos ayudan a hacer evidente la belleza del rostro de Dios y de sus criaturas.
La vía de la belleza es un camino particularmente eficaz de la nueva
evangelización.
Más allá del arte, toda obra del hombre es un espacio en el
que, mediante el trabajo, él se hace cooperador de la creación divina. Al mundo
de la economía y del trabajo queremos recordar como de la luz del Evangelio
surgen algunas llamadas urgentes: liberar el trabajo de aquellas condiciones
que no pocas veces lo transforman en un peso insoportable con una perspectiva
incierta, amenazada por el desempleo, especialmente entre los jóvenes, poner a
la persona humana en el centro del desarrollo económico y pensar este mismo
desarrollo como una ocasión de crecimiento de la humanidad en justicia y
unidad. El hombre, a través del trabajo con el que transforma el mundo, está
llamado a salvaguardar el rostro que Dios ha querido dar a su creación, también
por responsabilidad hacia las generaciones venideras.
El Evangelio ilumina
también las situaciones de sufrimiento en la enfermedad. En ellas, los
cristianos están llamados a mostrar la cercanía de la Iglesia para con los
enfermos y discapacitados y con los que con profesionalidad y humanidad
trabajan por su salud.
Un ámbito en el que la luz de Evangelio puede y debe
iluminar los pasos de la humanidad es el de la vida política, a la cual se le
pide un compromiso de cuidado desinteresado y transparente por el bien común,
desde el respeto total a la dignidad de la persona humana desde su concepción
hasta su fin natural, de la familia fundada sobre el matrimonio de un hombre y
una mujer, de la libertad educativa, en la promoción de la libertad religiosa,
en la eliminación de las injusticias, las desigualdades, las discriminaciones,
la violencia, el racismo, el hambre y la guerra. A los políticos cristianos que
viven el precepto de la caridad se les pide un testimonio claro y transparente
en el ejercicio de sus responsabilidades.
El diálogo de la Iglesia tiene su
natural destinatario, finalmente, en los seguidores de las religiones. Si
evangelizamos es porque estamos convencidos de la verdad de Cristo, y no porque
estemos contra nadie. El Evangelio de Jesús es paz y alegría y sus discípulos
se alegran de reconocer cuanto de bueno y verdadero el espíritu religioso
humano ha sabido descubrir en el mundo creado por Dios y ha expresado en las
diferentes religiones.
El diálogo con los creyentes de las diversas religiones
quiere ser una contribución a la paz, rechaza todo fundamentalismo y denuncia
cualquier violencia que se produce contra los creyentes y las graves
violaciones de los derechos humanos. Las Iglesias de todo el mundo son cercanas
desde la oración y la fraternidad a los hermanos que sufren y piden a quienes
tienen en sus manos los destinos de los pueblos que salvaguarden el derecho de
todos a la libre elección, confesión y testimonio de la propia fe.
11. En el año de la
fe, la memoria del Concilio Vaticano II y la referencia al Catecismo de la
Iglesia Católica.
En el camino abierto por la nueva evangelización
podremos sentirnos a veces como en un desierto, en medio de peligros y privados
de referencias. El Santo Padre Benedicto XVI, en la homilía de la Misa de
apertura del Año de la fe, ha hablado de una “«desertificación» espiritual” que
ha avanzado en estos últimos decenios, pero él mismo nos ha dado fuerza
afirmando que “a partir de esta experiencia de desierto, de este vacío, podemos
nuevamente descubrir la alegría del creer, su importancia vital para nosotros, hombres
y mujeres. En el desierto se descubre el valor de aquello que es esencial para
vivir” (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística para la apertura
del Año de la fe, Roma 11 octubre 2012). En el desierto, como la mujer la
samaritana, se va en busca de agua y de un pozo del que sacarla: ¡dichoso el
que en él encuentra a Cristo!
Agradecemos al Santo Padre por el don del Año de
la fe, preciosa entrada en el itinerario de la nueva evangelización. Le damos
las gracias también por haber unido este Año a la memoria gozosa por los
cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, cuyo magisterio
fundamental para nuestro tiempo se refleja en el Catecismo de la Iglesia
Católica, repropuesto, a los veinte años de su publicación, como referencia segura
de la fe. Son aniversarios importantes que nos permiten reafirmar nuestra plena
adhesión a las enseñanzas del Concilio y nuestro convencido esfuerzo en
continuar su puesta en marcha.
12. Contemplando el
misterio y cercanos a los pobres
En esta óptica queremos
indicar a todos los fieles dos expresiones de la vida de la fe que nos parecen
de especial relevancia para incluirlas en la nueva evangelización.
El
primero está constituído por el don y la experiencia de la contemplación. Sólo
desde una mirada adorante al misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
sólo desde la profundidad de un silencio que se pone como seno que acoge la
única Palabra que salva, puede desarrollarse un testimonio creíble para el
mundo. Sólo este silencio orante puede impedir que la palabra de la salvación
se confunda en el mundo con los ruidos que lo invaden.Vuelve de nuevo a
nuestros labios la palabra de agradecimiento, ahora dirigida a cuantos, hombres
y mujeres, dedican su vida, en los monasterios y conventos, a la oración
contemplativa. Necesitamos que momentos de contemplación se entrecrucen con la
vida ordinaria de la gente. Lugares del espíritu y del territorio que son una
llamada hacia Dios; santuarios interiores y templos de piedra que son cruce
obligado por el flujo de experiencias que en ellos se suceden y en los cuales
todos podemos sentirnos acogidos, incluso aquellos que no saben todavía lo que
buscan.
El otro símbolo de autenticidad de la nueva evangelización tiene el
rostro del pobre. Estar cercano a quien está al borde del camino de la vida no
es sólo ejercicio de solidaridad, sino ante todo un hecho espiritual. Porque en
el rostro del pobre resplandece el mismo rostro de Cristo: “Todo aquello que
habéis hecho por uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”
(Mt. 34 25, 40).
A los pobres les reconocemos un lugar privilegiado en
nuestras comunidades, un puesto que no excluye a nadie, pero que quiere ser un
reflejo de como Jesús se ha unido a ellos. La presencia de los pobres en
nuestras comunidades es misteriosamente potente: cambia a las personas más que
un discurso, enseña fidelidad, hace entender la fragilidad de la vida, exige
oración; en definitiva, conduce a Cristo.
El gesto de la caridad, al mismo
tiempo, debe ser acompañado por el compromiso con la justicia, con una llamada
que se realiza a todos, ricos y pobres. Por eso es necesaria la introducción de
la doctrina social de la Iglesia en los itinerarios de la nueva evangelización
y cuidar la formación de los cristianos que trabajan al servicio de la
convivencia humana desde la vida social y política.
13. Una palabra a las
Iglesias de las diversas regiones del mundo.
La mirada de los
obispos reunidos en Asamblea sinodal abraza a todas las comunidades eclesiales
presentes en todo el mundo. Una mirada de unidad, porque única es la llamada al
encuentro con Cristo, pero sin olvidar la diversidad.
Una consideración
particular, llena de afecto y gratitud, reservamos los obispos reunidos en el
Sínodo a vosotros, cristianos de las Iglesias Orientales Católicas, herederos
de la primera difusión del Evangelio, experiencia custodiada por vosotros con
amor y fidelidad y a vosotros, cristianos presentes en el Este de Europa. Hoy
el Evangelio se os repropone como nueva evangelización a través de la vida litúrgica,
la catequesis, la oración familiar diaria, el ayuno, la solidaridad entre las
familias, la participación de los laicos en la vida de la comunidad y al
diálogo con la sociedad. En no pocos lugares vuestras Iglesias son sometidas a
prueba y tribulaciones que dan testimonio de vuestra participación en la cruz
de Cristo; algunos fieles están obligados a emigrar y, manteniendo viva la
pertenencia a sus propias comunidades de origen, pueden contribuir a la tarea
pastoral y a la obra de la evangelización en los países de acogida. El Señor
continue bendiciendo vuestra fidelidad y que sobre vuestro futuro brillen
horizontes de firme confesión y práctica de la fe en condiciones de paz y de
libertad religiosa.
Nos dirigimos a vosotros, hombres y mujeres, que vivís en
los países de África y resaltamos inenuestra gratitud por el testimonio que
ofrecéis del Evangelio muchas veces en situaciones humanas muy difíciles. Os
exhortamos a relanzar la evangelización recibida en tiempos aún recientes, a
edificaros como Iglesia “familia de Dios”, a reforzar la identidad de la
familia y a sostener la labor de los sacerdotes y catequistas, especialmente en
las pequeñas comunidades cristianas. Afirmamos, por otra parte, la exigencia de
desarrollar el encuentro del Evangelio con las antiguas y nuevas culturas.
Dirigimos una llamada de atención al mundo de la política y a los gobiernos de
los diversos países africanos para que, con la colaboración de todos los
hombres de buena voluntad, se promuevan los derechos humanos fundamentales y el
continente sea liberados de la violencia y los conflictos que lo atormentan.
Los
obispos de la Asamblea sinodal os invitan a los cristianos de Norteamérica a
responder con gozo a la llamada de la nueva evangelización, mientras admiramos
como en vuestra joven historia vuestras comunidades cristianas han dado frutos
generosos de fe, caridad y misión. También conviene reconocer que muchas de las
expresiones de la cultura de vuestra sociedad están lejos del Evangelio. Se
hace, pues, necesario una invitación a la conversión, de la que nace un
compromiso que no os coloca fuera de vuestra cultura, sino que os llama a
ofrecer a todos la luz de la fe y la fuerza de la vida. Mientras acogéis en
vuestras generosas tierras a nueva población de inmigrantes y refugiados, estad
dispuestos a abrir las puertas de vuestras casas a la fe. Fieles a los
compromisos adquiridos en la Asamblea sinodal para América, sed solidarios con
la América Latina en la permanente tarea de evangelización de vuestro
continente.
El mismo sentimiento de gratitud dirige la Asamblea del Sínodo a
las Iglesia de América Latina y el Caribe. Nos llama la atención en particular
cómo se han desarrollado a través de los siglos en vuestro países formas de
piedad popular fuertemente enraizadas en los corazones de tantos de vosotros,
formas de servicio en la caridad y de diálogo con las culturas. Ahora, frente a
los desafíos del presente, sobre todo la pobreza y la violencia, la Iglesia en
Latinoamérica y en el Caribe es exhortada a vivir en un estado permanente de
misión, anunciando el Evangelio con esperanza y alegría, formando comunidades
de verdaderos discípulos misioneros de Jesucristo, mostrando con vuestro
testimonio como el Evangelio es fuente de una sociedad justa y fraterna.
También el pluralismo religioso interroga a vuestras Iglesias y les exige un
renovado anuncio del Evangelio.
También a vosotros, cristianos de Asia sentimos
la necesidad de dirigiros una palabra de fortalecimiento y exhortación. Vuestra
presencia, a pesar de ser una pequeña minoría en el continente en el que viven
casi dos tercios de la población mundial, es una semilla profunda, confiada a
la fuerza del Espíritu, que crece en el diálogo con las diversas culturas, con
las antiguas religiones y con tantos pobres. Aunque a veces está situada al
margen de la vida social y en diversos lugares incluso perseguida, la Iglesia
de Asia, con su fe fuerte, es una presencia preciosa del Evangelio de Cristo
que anuncia justicia, vida y armonía. Cristianos de Asia, sentid la cercanía
fraterna de los cristianos de los demás países del mundo, los cuales no pueden
olvidar que en vuestro continente, en la Tierra Santa, nació, vivió, murió y
resucitó el mismo Jesús.
Una palabra de reconocimiento y de esperanza queremos
dirigir los obispos a las Iglesias del continente europeo, hoy en parte marcado
por una fuerte secularización, a veces agresiva, y todavía hoy herido por los
largos decenios de gobiernos marcados por ideologías enemigas de Dios y del
hombre. Reconocemos vuestro pasado y también vuestro presente, en el cual el
Evangelio ha creado en Europa certezas y experiencias de fe concretas y
decisivas para la evangelización del mundo entero, muchas veces rebosantes de
santidad: riqueza del pensamiento teológico, variedad de expresiones carismáticas,
formas variadas al servicio de la caridad con los pobres, profundas
experiencias contemplativas, creación de una cultura humanística que ha
contribuido a dar rostro a la dignidad de la persona y a la construcción del
bien común. Las dificultades del presentes no os pueden dejar abatidos,
queridos cristianos europeos: éstas os deben desafiar a un anuncio más gozoso y
vivo de Cristo y de su Evangelio de vida.
Los obispos de la Asamblea sinodal
saludan, finalmente, a los pueblos de Oceanía, que viven bajo la protección de
la Cruz del Sur, y les damos gracias por el testimonio del Evangelio de Jesús.
Nuestra plegaria por vosotros es para que, como la mujer samaritana en el pozo,
también vosotros sintáis viva la sed de una vida nueva y podáis escuchar la Palabra
de Jesús que dice: “¡Si conocieras el don de Dios!” (Jn 4, 10). Comprometeos a
predicar el Evangelio y a dar a conocer a Jesús en el mundo de hoy. Os
exhortamos a encontrarlo en vuestra vida cotidiana, a escucharle y a descubrir,
mediante la oración y la meditación, la gracia de poder decir: “Sabemos que
este es verdaderamente el salvador del mundo” (Jn 4, 42).
14. La estrella de María ilumina el desierto
A
punto de finalizar esta experiencia de comunión entre los obispos de todo el
mundo y de colaboración con el ministerio del Sucesor de Pedro, sentimos
resonar en nosotros el mandato de Jesús a sus apóstoles: “Id y haced discípulos
de todos los pueblo [...]. Sabed que yo estoy con vosotros, todos los días,
hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). La misión de la Iglesia no se dirige a
un territorio en concreto, sino que sale al encuentro de la pliegues más
oscuros del corazón de nuestros contemporáneos, para llevarlos al encuentro con
Jesús, el Viviente que se hace presente en nuestras comunidades.
Esta presencia
llena de gozo nuestros corazones. Agradecidos por el don recibido de él en
estos días le dirigimos nuestro canto de alabanza: “Proclama mi alma la
grandeza del Señor [...] Ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1, 46.49). Las
palabras de María son también las nuestras: el Señor ha hecho realmente grandes
cosas a través de los siglos por su Iglesia en los diversos rincones del mundo
y nosotros lo alabamos, con la certeza de que no dejará de mirar nuestra
pobreza para desplegar la potencia de su brazo incluso en nuestros días y
sostenernos en el camino de la nueva evangelización.
La figura de María nos
orienta en el camino. Este camino, como nos ha dicho Benedicto XVI, podrá
parecer una ruta en el desierto; sabemos que tenemos que recorrerlo llevando
con nosotros lo esencial: el don del Espíritu Santo, la cercanía de Jesús, la
verdad de su Palabra, el pan eucarístico que nos alimenta, la fraternidad de la
comunión eclesial y el impulso de la caridad. Es el agua del pozo la que hace
florecer el desierto y como en la noche en el desierto las estrellas se hacen
más brillantes, así en el cielo de nuestro camino resplandece con vigor la luz
de María, la Estrella de la nueva evangelización a quien, confiados, nos
encomendamos.